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“Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el señor a los esclavos”. Aristóteles siglo V a.C. Con esta frase citada por Casilada Rodrigáñez, en su artículo “Poner límites o informar de los límites”, la escritora madrileña aporta clara referencia del orden en el cual hemos basado más de cinco mil años de civilización patriarcal, establecido sobre el principio de la jerarquía. Un orden opuesto a la estructura anterior de sociedades neolíticas matrifocales, que se asentaron sobre la horizontalidad y la cooperación.
Acierta Rodrigáñez, al destacar que nuestro modelo actual de hombre o mujer, incluye la superioridad adulta como uno de los pilares del patriarcado, aún predominante en el planeta. Con este paradigma calado hasta los tuétanos, la mayoría de los adultos valoramos al niño como un inferior y un subordinado. Es así que la práctica de ordenar, imponer y doblegar al niño la llevamos muy interiorizada y, por tanto, se hace tan difícil sustraernos de ella.
Han transcurrido, sin embargo, alrededor de un
par de décadas en las cuales una corriente de pensamiento florece a la luz de
un nuevo despertar de conciencia, y comienza
a sumar voces que valoran al niño como a
un igual. Una corriente sustentada
en modos de relación más horizontales entre adultos y niños, que abraza conductas
orientadas por principios de equidad, respeto, altruismo, dignidad, empatía y
no violencia.
Hablamos de una filosofía que nos encamina a ofrecer explicaciones y alternativas, en lugar de dar sistemáticamente órdenes e imponernos a partir de la descalificación de las capacidades y habilidades del niño. Una nueva estructura que llama a sustituir la autoridad, por comunicación, acuerdos y compromiso emocional. Que nos lleva a creer en que sí es posible ser democráticos y flexibles en el hogar, en que sí es posible enseñar a los hijos a comprender sus deberes sin violar sus derechos, en que sí es posible ejercer el rol de padres tratando al niño como a un igual. Un nuevo orden donde los niños opinan y acuerdan con el resto de la familia, sobre los asuntos cotidianos. Donde se les informa respetuosamente cómo funciona este mundo que están conociendo. Una forma de vida que valida el ejercicio de la autocrítica, de pedir disculpas a los hijos cuando nos equivocamos. Que nos da el permiso de hacer las cosas de un modo distinto. Otra manera de vivir la paternidad y la maternidad que convoca a ponernos en los zapatitos de los niños para comprender cuáles son sus necesidades reales y satisfacerlas sin reparos. A tener expectativas reales sobre lo que se puede o no esperar de los pequeños según su momento evolutivo. A respetar sus propios ritmos madurativos en lugar de forzarlos a responder según los ritmos externos. Un camino amoroso que nos inclina a buscar tras la superficie las razones del “mal comportamiento” de los niños, en lugar de interrumpir o modificar la conducta con métodos punitivos. Que nos llama a palabrear constantemente a nuestros pequeños, a contarles lo que nos pasa, lo que esperamos de ellos, lo que necesitamos. A escucharlos y atenderlos sin banalizar sus sentires, deseos y expresiones, asumiendo que son siempre importantes.
Desmontar el constructo adultocéntrico con
raíces milenarias, supone una visión
ética elevada, con paradigmas de avanzada, poco comprendidos hoy. Tenemos por delante el enorme desafío
de comprometernos con nuestro propio cambio de conciencia y contribuir
con abundantes umbrales de retorno hacia la crianza humanizada. Es nuestra deuda pendiente con los niños.
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