Cuando un niño a nuestro cargo o nuestro propio hijo manifiesta un comportamiento que valoramos como indeseable, antes de reaccionar es recomendable hacer una pausa reflexiva y preguntarnos: ¿cómo nos hace sentir?, ¿por qué esto que hace nuestro hijo o hija molesta tanto y perdemos la paciencia?, ¿fuimos niños que con la sola mirada de los padres teníamos que callar lo que pensábamos y dejar de pedir o hacer lo que necesitábamos?, ¿cómo repercute en el trato hacia los niños actuales a nuestro cargo, la propia infancia, cuando nos dolía más expresar nuestras emociones o necesidades, que callarlas?
Son las vivencias de nuestro propio niño interno herido, ignorado, reprimido, abusado, quien a menudo nos hace perder la paciencia ante las expresiones de enojo, demandas de atención, otros pedidos y emociones de nuestro hijo.
Los adultos solemos reaccionar frente a los pequeños a nuestro cargo a partir de la propia impronta infantil fruto de autoritarismo y exigencias desmedidas.
Desarmar la lealtad hacia los padres para registrar conscientemente la verdad de esta experiencia es muy duro, con lo cual tendemos a minimizar o desplazar al inconsciente lo que nos pasó. Pero eso que nos pasó sigue operando desde las sombras, creando interferencias en nuestra interacción con el niño presente, real, que ahora está a nuestro cargo, y nos pide o expresa lo que legítimamente necesita.
A menudo esto explica la razón por la cual tantos adultos expresamos nuestra incapacidad de tolerar el llanto de un niño, o de aguantar a niños inquietos, movedizos, que exploran, que hacen ruido, que juegan o se enojan, que defienden sus propias ideas, que demandan ir a su propio ritmo infantil.
El solo hecho de darnos cuenta equivale a encontrar recursos emocionales para mejorar las competencias parentales, acompañar desde un lugar más consciente, libre de violencia de manera coherente y sostenible.
Berna Iskandar
Son las vivencias de nuestro propio niño interno herido, ignorado, reprimido, abusado, quien a menudo nos hace perder la paciencia ante las expresiones de enojo, demandas de atención, otros pedidos y emociones de nuestro hijo.
Los adultos solemos reaccionar frente a los pequeños a nuestro cargo a partir de la propia impronta infantil fruto de autoritarismo y exigencias desmedidas.
Desarmar la lealtad hacia los padres para registrar conscientemente la verdad de esta experiencia es muy duro, con lo cual tendemos a minimizar o desplazar al inconsciente lo que nos pasó. Pero eso que nos pasó sigue operando desde las sombras, creando interferencias en nuestra interacción con el niño presente, real, que ahora está a nuestro cargo, y nos pide o expresa lo que legítimamente necesita.
A menudo esto explica la razón por la cual tantos adultos expresamos nuestra incapacidad de tolerar el llanto de un niño, o de aguantar a niños inquietos, movedizos, que exploran, que hacen ruido, que juegan o se enojan, que defienden sus propias ideas, que demandan ir a su propio ritmo infantil.
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