¿Cómo vamos a aprender de nuestras equivocaciones si no admitimos nunca, o rara vez, que nos hemos equivocado? Eduard Punset. |
Hay
personas que viven en un eterno conflicto, como si no supieran hacerlo
de otra manera. Hay otras que sistemáticamente huyen al conflicto
convencidas de que es siempre malo y debe evadirse a toda costa. Hay
quienes creemos que el conflicto, si bien pudiera prevenirse, a veces es
inevitable e incluso deseable, siempre que se observe como un síntoma
que avisa la necesidad de cambio y por tanto se utilice como oportunidad
para reparar y renovar las relaciones.
Cuando mis necesidades se
encuentran con las del otro, puede surgir el conflicto como señal para
registrar la importancia de hacer autocrítica, de escuchar las demandas
de los demás que quizás hemos desoído por distracción, por falta de
empatía o por vivir desconectados. Pero también cuando mis necesidades
se encuentran con las del otro, puede surgir el conflicto como la
campanada que despierta el valor de expresar nuestras necesidades y
deseos para exigir asertivamente respeto a nuestra integridad.
Parafraseando a la autora Laura Gutman, en un territorio emocional, político, social, donde sólo hay cabida para el deseo de una persona o de una de las partes, hay violencia. Cuando
ingresamos en la trinchera del “yo tengo la razón”, cuando el dominador
sobre el dominado, el superior sobre el inferior, desplaza la posibilidad de
horizontalidad y de relaciones entre iguales, cerramos los canales de
escucha y de reconocimiento de las necesidades o deseos del otro.
Llegado a este punto, el conflicto pierde su potencial de oportunidad
regeneradora para degenerar en una interminable cadena de dominación,
abusos, imposiciones, violencia y destrucción.
Es imposible
pretender vivir una vida libre de conflictos, pero podemos actuar con
madurez, empatía y capacitarnos para resolverlos a través de los
espacios de diálogo, reflexión, acuerdos, negociación, es decir, de un
modo horizontal, respetuoso, cívico a fin de alcanzar una salida digna y
favorable para todas las partes. Con lo cual hay que estar dispuestos, de lado y lado,
a dar cabida al deseo de los demás. Necesitamos abandonar el esquema
superior-inferior, dominador-dominado en el que hemos aprendido a organizarnos y
abrirnos hacia nuevas formas más horizontales y cooperativas de
vincularnos.
Comencemos a partir del vínculo con los hijos. Cuando
sentimos que la relación con los hijos se convierte en un conflicto
constante, es hora de plantearnos que los seres humanos, incluidos los
niños y adolescentes, no respondemos ni con gusto, ni con placer a la
coerción ni a la fuerza. En cambio el diálogo, los acuerdos y la
negociación promueven la buena disposición y la cooperación porque “el
otro” se siente tomado en cuenta. Con la negociación tratamos de alcanzar el
consenso o aceptación de todas las partes. Esto puede convertirse en una
tarea difícil, pero los resultados serán sostenibles y confiables.
Encontrar soluciones con las que todos quedemos satisfechos fortalece el
compromiso de cumplir los acuerdos. Con la imposición, sólo
logramos obediencia a través del miedo, mas no por convicción. Con la
negociación y el diálogo crece la oportunidad de construir en nuestros
hijos el deseo genuino y sostenible de cooperar. La imposición es un
recurso autoritario de educación y liderazgo. Cuando nos imponen o
imponemos, se obedece por miedo y sumisión. Miedo y sumisión que deviene
–más temprano que tarde- en odio, resentimiento, rebeldía y rechazo. La
negociación y el diálogo, en cambio, son recursos empáticos,
democráticos, respetuosos capaces de construir familias y sociedades
erigidas sobre la civilidad, la calidad de vida y la cultura de paz.
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