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jueves, 11 de febrero de 2010

Amor es, amor no es.

Por Berna Iskandar



Habrá tantas acepciones, rasgos atribuidos al amor, formas de experimentar el amor, de creer o descreer en él o de sentirlo, como personas en el mundo.

Entre ellas escuché una vez la del divulgador científico Eduard Punset en una entrevista sobre su libro “El viaje al amor”, donde explicaba que lo primero que hace la primera bacteria hace 3 mil millones de años en la historia de la evolución, es soltar unas señales químicas, preguntando asustada: ¿hay alguien más?, porque sola no podía subdividirse en otras, y al mismo tiempo cuidar de la energía (…) y que en realidad lo que somos (una comunidad andante de células) es el resultado de esa búsqueda de otro, de fundirse con otro (1).  Ciertamente nos encontramos ante una explicación más científica que trovadoresca sobre el amor (como afirma el mismo Punset) y que según mi interpretación, define a esta potente emoción como la energía o el influjo vital para la creación de la vida y para la sobrevivencia,  un punto de vista que explica al amor como la fuerza que nos hace gravitar hacia el otro, que nos empuja a conectarnos con los demás para cuidarnos entre sí, para retroalimentarnos, para compartir la energía,  para nutrir la dinámica de la vida y del desarrollo,  para perpetuarnos.  Esta es la acepción del amor que construye, que multiplica, que nos protege como especie, que nos humaniza.

Pero también existe una construcción social o cultural, un acervo de creencias e ideas acerca del amor, que no constituye la acepción más sana de este sentimiento, y que de un modo inconsciente vamos incorporando y transmitiendo en cadena genealógica de padres a hijos. Este modo de pensar colectivo se recoge en frases como “el amor es ciego”, “quien te quiere te hará sufrir”, “sin ti no soy nadie, no soy nada”, “más me celas, más me amas”, “te castigo y te pego porque te quiero”… lo cual demuestra que hemos desvirtuado el sentido del amor para atribuirle cualidades de desamor, irrespeto, maltrato y sufrimiento. ¿Pero por qué torcimos así las cosas y terminamos por llamar amor al desamor, al sufrimiento, al daño, a la necesidad de depredar al otro o dejarnos depredar por otro? Algunos especialistas explican que esta manera de vivir “el amor” surge de las experiencias de desamparo y miedo al abandono en los primeros años de  la vida (como el que sentimos cuando mamá o papá nos dejaba solos llorando en la cuna), y por tanto de la búsqueda desesperada de una garantía para que el otro o la otra no nos deje y se vaya (no importa que me pegues si gracias a eso obtengo tu mirada, no importa que me devores, me celes, me asfixies, irrespetes, desoigas mis necesidades y me hagas sufrir, si a pesar de ello estás a mi lado y no me abandonas…) la impronta se aloja en un lugar de nuestra memoria emocional a partir de las experiencias tempranas de desamparo, y revive una y otra vez a lo largo de la vida, de modos invisibles para nuestra conciencia, empujándonos hacia la sucesión interminable de relaciones dolorosas que  ciegamente provocamos, permitimos, sostenemos y justificamos en nombre del amor.


¿Realmente te amo o sólo estoy enamorado?

Otra forma común de desvirtuar el amor, es confundirlo con “enamoramiento” o atracción sexual. Nos empeñamos en creer que las cualidades del amor se limitan a las sensaciones de los inicios en la relación de pareja, cuando Cupido acaba de flecharnos y las burbujas suben como champaña recién servida. Entonces nos luce todo bien, todo rico y excitante, pero… todo lo que sube baja… y en las relaciones, como en la champaña, las burbujas tienen que bajar, por lo regular -dicen los expertos- más o menos  al año y medio o dos años (cuando se trata de una relación constituida).  Con el discurrir del tiempo es inevitable tejer vínculos, lo cual conlleva a que lo que empieza como aventura, o mero flirteo, evolucione hacia otras etapas donde se estrechan vínculos ,  surgen compromisos,  responsabilidades, la necesidad de trabajar la convivencia y, así como disfrutamos los buenos momentos, tener la madurez para afrontar y elaborar los no tan buenos. Entonces tiende a creerse que el amor se acabó, que el tan denigrado óxido de la rutina ha desgastado al amor. Y volvemos a buscar  la sacudida del “enamoramiento” a través de los fuegos artificiales que se sienten al principio de toda relación. Buscamos otra copa donde servir la champaña para que suba la espuma, para vivir otra vez el “todo bien, todo rico y excitante”. Pero la realidad se revela cruelmente cuando por aquella ley de que “todo lo que sube baja”, la espuma desaparece, y sin importar cuántas copas nuevas vuelvan a llenarse, vuelve a demostrarse que el enamoramiento es una etapa de transición hacia el amor y que con puro enamoramiento y sin la medida necesaria de compromiso y responsabilidad para dar estructura al amor, ninguna relación encuentra asidero para echar raíces sanas y fuertes. Porque una es el amor romántico  y otra el amor verdadero.


Amor, moneda de intercambio

Otra cosa que hacemos frecuentemente en nombre del amor, es usarlo como una mercancía para repartir o retener con el propósito de controlar a otros. Retiramos el amor a los hijos   cuando queremos forzarlos  a hacer lo que esperamos. Chantajeamos diciendo: no te quiero, eres un niño o una niña mala, eso no se hace, no me hables, vete a tu habitación o al rincón a evaluar lo que has hecho; o por el contrario nos volvemos lisonjeros cuando hace lo que esperamos: así me gusta, eres un niño o niña buena . Dejamos de ver, mirar, tocar, dar afecto al hijo o a la pareja porque no hace lo que esperamos y restituimos o prodigamos  mirada,  afecto y comunicación cuando se pliega a lo que queremos. Así terminamos todos muriendo del miedo a que no nos quieran, creyendo seriamente que somos dignos de amor sólo si hacemos lo que esperan de nosotros y no sencillamente por haber nacido y ser quienes somos.

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