Bastaría con apelar
al sentido común para inferir que cuando hablamos de buen trato, deberíamos comenzar por no hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a
nosotros. Sin embargo resulta llamativo ver cómo, con tanta naturalidad,
los adultos faltamos sistemáticamente a esta regla de oro en nuestra
aproximación habitual hacia los niños. Muchísimos ejemplos me vienen ahora a la
mente. Ordenar o gritar a nuestros hijos lo que esperamos de ellos, es el
primero. Pero resulta que los niños son muy agudos para pillar las
contradicciones de los adultos. Hace algún tiempo, una mamá me contó que
su hijo de cinco años dijo un día: "papá,
tú me dices que te respete, pero tú no me respetas, tú me pegas y me
gritas".
Mi amiga Vilma,
se está abriendo a los temas de crianza respetuosa a partir de las tertulias
que hemos tenido desde que nos conocemos. Una vez a propósito del asunto de las
mamás que obligan a los hijos a comerse todo el plato de comida por la fuerza, me
oyó la siguiente reflexión en defensa de los peques: ¿Por qué los adultos no
notamos que los niños también tienen sus propios gustos con la comida y que además
tienen un tamaño y por tanto un estómago más pequeño?, ¿qué le parecería a un
adulto si alguien lo obligara a comerse algo que no le gusta y además, en
raciones tres veces más abundantes de lo que su estómago es capaz de albergar?.
Pocos días después, Vilma llegó
riendo con el cuento de que le había abierto una lata de guisantes a su novio,
quien detesta este alimento, y le ordenó: “aquí tienes, ahora cómetelos”. El novio se extrañó por la actitud y le
respondió: “¿qué te pasa?, tú sabes perfectamente que detesto tanto los
guisantes, que si me los comiera podría vomitarlos”. Pero mi amiga insistió en
tono aún más autoritario, y su novio se volvió a negar aún más extrañado por la
reacción de otro adulto, a la que no le encontraba ni pies, ni cabeza, ni
lógica alguna. Entonces mi amiga Vilma le dijo: “Ah, ¿serías capaz de vomitarlos?, entonces ahora sabes cómo se siente tu sobrinita cuando la
obligan a comerse lo que no le gusta y además en raciones que proporcionalmente
para un adulto equivaldrían, no a un plato, sino a una olla entera de comida”.
Cuando veo a padres
y madres en la calle o en un centro comercial arrastrando a niños pequeños que lloran porque están
cansados y no quieren caminar, me pregunto, ¿cómo se sentirían estos adultos si
alguien los jalara con fuerza por un brazo y se los llevara arrastrados en contra de su voluntad, a punta de gritos
y de regaños?
Y qué decir de
los especialistas que recetan a los padres coherencia con lo que dicen y hacen,
cuando son estos mismos especialistas los que, por ejemplo, desaconsejan a los padres dormir con sus
hijos pequeños. Entonces los niños ven cómo sus padres, que ya son adultos, sí
que pueden dormir juntos, pero ellos que son pequeños, que especialmente de
noche sienten miedo, que necesitan calor, contacto, compañía, y seguridad, tienen
que dormir solos… Perdonen que me tome la licencia, pero si eso es coherencia,
yo soy Greta Garbo.
Podríamos referir
millones de equivalencias con las que demostraríamos, cómo a diario y de
infinitas maneras, cuando de niños se trata, violamos un principio básico de la ética y del buen trato: No hagas a otro lo que no te gustaría que
te hicieran a ti. Por eso siempre me recuerdo a mí misma e invito a padres
y madres, a que antes de tomar
acción o decidir qué hacer durante una determinada circunstancia en la crianza
de nuestros hijos, nos pongamos la mano en el corazón y nos preguntemos:
¿cómo me sentiría si alguien hiciera lo mismo conmigo?, ¿me gustaría que otro
me hiciera esto mismo a mí?