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sábado, 14 de julio de 2012

¿Cómo me sentiría si me lo hicieran a mí?



Bastaría con apelar al sentido común para inferir que cuando hablamos de buen trato, deberíamos comenzar por no hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Sin embargo resulta llamativo ver cómo, con tanta naturalidad, los adultos faltamos sistemáticamente a esta regla de oro en nuestra aproximación habitual hacia los niños. Muchísimos ejemplos me vienen ahora a la mente. Ordenar o gritar a nuestros hijos lo que esperamos de ellos, es el primero. Pero resulta que los niños son muy agudos para pillar las contradicciones de los adultos.  Hace algún tiempo, una mamá me contó que su hijo de cinco años dijo un día: "papá, tú me dices que te respete, pero tú no me respetas, tú me pegas y me gritas".   
Mi amiga Vilma, se está abriendo a los temas de crianza respetuosa a partir de las tertulias que hemos tenido desde que nos conocemos. Una vez a propósito del asunto de las mamás que obligan a los hijos a comerse todo el plato de comida por la fuerza, me oyó la siguiente reflexión en defensa de los peques: ¿Por qué los adultos no notamos que los niños también tienen sus propios gustos con la comida y que además tienen un tamaño y por tanto un estómago más pequeño?, ¿qué le parecería a un adulto si alguien lo obligara a comerse algo que no le gusta y además, en raciones tres veces más abundantes de lo que su estómago es capaz de albergar?. Pocos días después,  Vilma llegó riendo con el cuento de que le había abierto una lata de guisantes a su novio, quien detesta este alimento, y le ordenó: “aquí tienes, ahora cómetelos”.  El novio se extrañó por la actitud y le respondió: “¿qué te pasa?, tú sabes perfectamente que detesto tanto los guisantes, que si me los comiera podría vomitarlos”. Pero mi amiga insistió en tono aún más autoritario, y su novio se volvió a negar aún más extrañado por la reacción de otro adulto, a la que no le encontraba ni pies, ni cabeza, ni lógica alguna. Entonces mi amiga Vilma le dijo: “Ah,  ¿serías capaz de vomitarlos?,  entonces ahora sabes cómo se siente tu sobrinita cuando la obligan a comerse lo que no le gusta y además en raciones que proporcionalmente para un adulto equivaldrían, no a un plato, sino a una olla entera  de comida”.  
Cuando veo a padres y madres en la calle o en un centro comercial  arrastrando a niños pequeños que lloran porque están cansados y no quieren caminar, me pregunto, ¿cómo se sentirían estos adultos si alguien los jalara con fuerza por un brazo y se los llevara arrastrados  en contra de su voluntad, a punta de gritos y de regaños?     
Y qué decir de los especialistas que recetan a los padres coherencia con lo que dicen y hacen, cuando son estos mismos especialistas los que, por ejemplo,  desaconsejan a los padres dormir con sus hijos pequeños. Entonces los niños ven cómo sus padres, que ya son adultos, sí que pueden dormir juntos, pero ellos que son pequeños, que especialmente de noche sienten miedo, que necesitan calor, contacto, compañía, y seguridad, tienen que dormir solos… Perdonen que me tome la licencia, pero si eso es coherencia, yo soy Greta Garbo.
Podríamos referir millones de equivalencias con las que demostraríamos, cómo a diario y de infinitas maneras, cuando de niños se trata, violamos un principio  básico de la ética y del buen trato: No hagas a otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti. Por eso siempre me recuerdo a mí misma e invito a padres y madres,  a que antes de tomar acción o decidir qué hacer durante una determinada circunstancia en la crianza de nuestros hijos, nos pongamos la mano en el corazón  y  nos preguntemos: ¿cómo me sentiría si alguien hiciera lo mismo conmigo?, ¿me gustaría que otro me hiciera esto mismo a mí?

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