Decía John
Stuart Mill, que la presión social constituye una amenaza mucho más grande para
la libertad, que los decretos de cualquier tirano. Y es precisamente la presión social, la que a menudo, nos induce
a violentar los propios ritmos madurativos de nuestros hijos durante la crianza.
Lo hacemos de infinitas maneras que pasan desapercibidas. Para darnos cuenta necesitamos
usar unos lentes muy especiales.
Veamos. Así
como nadie tiene que enseñar a un recién nacido a respirar, ni a llorar, tampoco hay que enseñar a un niño pequeño cómo
o cuántas veces pegarse al pecho de la madre. Tampoco hay que enseñarlo a
dormir, orinar o hacer caca, ni a comer,
ni a caminar. Para que cualquier individuo de la especie animal -incluido el
humano- adquiera y desarrolle las conductas
naturales de su especie, no es necesario forzar ni entrenar. Si el individuo es sano y no presenta
patologías, consolidará dichas conductas por autorregulación. Escribir o tocar el piano, por ejemplo, pueden ser
habilidades que requieran ser aprendidas con uno u otro método. Pero al igual
que un pez comienza a nadar y un ciervo recién nacido comienza a andar, las actividades naturales de los humanos
surgen y se consolidan por autorregulación y no por entrenamiento.
El sueño y la
alimentación infantil, así como el control de esfínteres o retirada del pañal,
son los aspectos de la crianza donde con más frecuencia es violentado el
proceso de autorregulación de los
pequeños. Y esto lo hacemos respondiendo a la presión social, que intenta imponer
pautas externas creadas por una cultura o civilización cada vez más desconectada con los ritmos y
procesos naturales.
Amamantar con
horarios o tiempos preestablecidos que no responden a las demandas del bebé, garantiza
el fracaso de la lactancia materna y con ello arrancar al niño de la fuente
óptima para construir aspectos neurálgicos de su salud emocional y física,
presente y futura.
Queremos que
los pequeños duerman toda la noche de un tirón para que se acoplen con nuestra rutina
adulta, pero un niño no puede tener el mismo comportamiento para dormir que tiene
un adulto, porque aún no ha adquirido las mismas etapas de sueño. Un pequeño hasta
los cinco años, se despierta con frecuencia por razones de sobrevivencia. De
hecho los adultos experimentamos micro despertares nocturnos, entre otras
razones, para reconocer las amenazas del ambiente, pero ya estamos aptos para
volvernos a dormir solos, incluso sin darnos cuenta. En cambio los niños pequeños,
que aún no han adquirido la capacidad de conciliar de nuevo el sueño por ellos
mismos, necesitan llamar a sus padres toda vez que se despiertan. ¿Por qué?: para
no morir de una hipoglucemia o asfixiados o porque no cuentan con los recursos psicológicos
para gestionar por sí solos el miedo y el desamparo que experimentan alejados
del cuerpo que les da calor y seguridad.
Con el control
de esfínteres pasa otro tanto. Los pequeños necesitan alcanzar la madurez
fisiológica y psicológica que, según los expertos -tomando en cuenta las diferencias
interindividuales- se consolida alrededor de los dos a los cinco años. Forzar la retirada del pañal cuando el niño no
está preparado para ello neurológica, fisiológica o psicológicamente, equivale
a violentarlo y seguramente traerá secuelas.
Criar sin
violencia no significa únicamente proscribir los gritos o el castigo físico. También
significa respetar el ritmo evolutivo individual de cada niño, preservándolo de
la presión social con sus ritmos inyectados desde afuera, que nada tienen que ver con las genuinas
necesidades de desarrollo de los pequeños. Si desde niños somos forzados a divorciarnos
de nuestros ritmos naturales y a desoír nuestro cuerpo, el resultado será la pérdida de conexión con
la propia sabiduría e intuición.
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