Una niña no
mayor de seis años camina por la acera.
Su mamá, una mujer joven que se encuentra varios pasos adelante
conversando con una amiga, voltea con cierta frecuencia para regañarla o para ordenarle
que se apure. Cada tanto, la pequeña nota que su madre se aleja más de la
cuenta así que se apresura. Pero luego se distrae, vuelve a su mundo.
Desacelera, retoma el ritmo contemplativo de los niños. Mira a su alrededor, se
tapa los oídos y se los destapa como ensayando: ahora hay ruido, ahora no. “¿Para
qué te tapas los oídos?”, reclama la madre. La niña suspende el juego y acelera
su marcha, pero al poco tiempo se detiene a mirar cualquier cosa que llama su
atención. Agarra hojas caídas de los árboles, las observa, compara tamaños, las sobrepone, las agita. La
mamá voltea nuevamente para comprobar si la niña se encuentra lo
suficientemente cerca o se ha rezagado. Cuando la ve sacudiendo las hojas, se
burla diciendo, “pareces una loca haciendo eso, apúrate”. Yo, una transeúnte
desconocida ubicada justo detrás de la criatura observando la escena y cuidando
de que no se haga daño o se escurra desde la acera hacia los carros, precipito
el paso, me pongo a la altura de la mamá y digo: “Qué va, loca no. Los niños son
como laboratorios científicos. Ella está explorando y conociendo el mundo,
calculando, comparando sonidos, tamaños, resolviendo preguntas… Mientras hace
todo eso se está volviendo mucho más inteligente”. La señora sonrió y yo pude haber
agregado a mi observación la sugerencia de que caminara detrás de su hija sin
perderla de vista, pero justo en ese momento llegamos a una esquina donde cada
quien tomó una ruta diferente.
A menudo
encuentro escenas de padres desvinculados cuyos únicos momentos de comunicación
son para regañar, criticar, ordenar y hasta pegar o poner en riesgo la
integridad física de sus hijos.
Resulta difícil decidir qué hacer en casos así. Personalmente
trato de cuidar el modo en que intervengo, cuando lo hago, porque si tuviera que
responder cada vez que me topo con estas escenas, me convertiría en candidata a
encierro en un manicomio. Por lo regular, decido hablarle a los pequeños,
poniendo en voz alta lo que creo que pueden estar sintiendo a través de
preguntas como, “¿estás llorando porque te cansas de caminar o de andar en el
cochecito?, es que los brazos de mamá son el paraíso ¿verdad que sí?”, con la
esperanza de que baje la tensión y los padres atiendan al bebé en lugar de llevarlo
a rastras, ignorarlo, gritarle que es muy pesado y no lo van a cargar, etc. Sin
embargo, cuando veo a padres pegar a sus niños, intervengo con firmeza y les comunico
directamente que lo que hacen es ilegal, y que si veo a un policía, denunciaré de
inmediato.
Ciertamente puede ser irrespetuoso meternos donde no nos piden
opinión, como también es cierto que con una intervención aislada no resolvemos
el problema de fondo. Incluso los padres podrían quedar aún más molestos por
sentirse cuestionados y luego descargar su frustración sobre los pequeños con
lo que habremos complicado la situación. Pero cuando la integridad de los niños
está en juego, no encuentro otra opción. Creo, además, que si no hacemos sentir
el repudio social frente a las infinitas formas de malos tratos hacia los pequeños,
permitimos que se sigan naturalizando.
¿Qué opinan ustedes? ¿Cómo se han sentido o que han hecho cuando
se ven frente a experiencias de este tipo?.
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Tratarás al niño como a un igual
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