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jueves, 27 de septiembre de 2012

Ponernos en sus zapatitos



Andaba yo en mi paseo rutinario por los sitios especializados en crianza respetuosa, cuando me topé con esta frase de Catherine M. Wallace: "Escucha con seriedad cualquier cosa que tus hijos quieran decirte, no importa qué. Si no escuchas con entusiasmo las pequeñas cosas de tus hijos cuando están pequeños, no te dirán las cosas grandes cuando sean grandes. Porque para ellos, todas las cosas han sido siempre grandes".  Con esta exhortación de la profesora y autora norteamericana, damos pie a una reflexión sustantiva sobre la calidad del vínculo entre padres e hijos.
El desencuentro entre adultos y niños, esa suerte de andar en planetas distintos, es un asunto neurálgico en la crianza. Comienza a hacer mella, incluso apenas nacen los hijos, con transgresiones tales como introducirles sondas y pincharlos tras el parto, o con decisiones como agujerear las orejas de las niñas o circuncidar a los niños porque son bebés y “no lo sienten”.  A lo largo de la infancia vamos desoyendo o restando importancia a las sensaciones y expresiones de nuestros hijos pensando que “son sólo cosas de niños”.    
Nuestras expectativas hacia los pequeños suelen ser irreales y basadas en la falta de memoria consciente acerca de nuestras propias experiencias infantiles. Nos cuesta comprender, por ejemplo, que un bebé llorando solo en la cuna, experimenta el mismo desgarro y shock emocional que un adulto atravesando un despecho o ruptura de pareja. Calificamos a un niño de egoísta cuando se niega a compartir sus juguetes, sin antes reparar que para un niño de dos años, su pelota puede significar lo mismo que, para su papá, la casa o el carro. Desestimamos la importancia que un adolescente otorga a sus amigos, sin comprender que por una condición propia de su momento evolutivo,  el rechazo de sus amigos o pares supone un golpe emocional equivalente al que recibe un adulto cuando pierde su empleo… Y podríamos llenar una enciclopedia entera con ejemplos parecidos.  El discurrir habitual del trato hacia los pequeños, está cundido de ellos.
Vale la pena que hagamos un poco de memoria sobre nuestra infancia o adolescencia y recordemos aquellas cosas en las que sentíamos que se nos iba la vida.  Ciertamente hoy, desde el punto de vista adulto, nos parecen tonterías y podríamos perder de perspectiva que los niños y adolescentes todavía las sienten, perciben y valoran como algo grande, algo mucho más significativo de lo que estamos dispuestos a aceptar o comprender. 
Si queremos impartir una educación consciente, respetuosa y no violenta, nos tiene que quedar claro que como adultos, somos los responsables de ocuparnos de conocer, interpretar y valorar lo que sienten, viven y necesitan nuestros pequeños en su real y justa dimensión. Para ello hace falta empatía, es decir, la capacidad de ponernos en sus zapatitos a fin de comprender cómo aprecian e interpretan el mundo desde su punto de vista y su momento evolutivo.
Lo que para nosotros resulta una tontería, a un niño puede significarle la vida entera.  Pensemos un poco antes de apresurarnos a banalizar lo que nuestro hijo siente o quiere decirnos. Tomémoslo en cuenta con el entusiasmo y la seriedad que se merecen. Con el mismo interés y atención que esperaríamos para nosotros en todo momento. Esto hará que el niño se sienta respetado y amado. A su vez constituye la forma más eficiente de enseñarle a respetar, tomar en cuenta y valorar a los demás. 

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