Durante el ejercicio de la crianza, los padres andamos más
preocupados por disciplinar, imponer autoridad y obediencia ciega, que
de informar, negociar y comunicarnos respetuosamente con los hijos.
Perdemos de vista que el hogar no es un cuartel. Olvidamos que el hogar
es un útero amoroso y nutricio en el cual estamos formando a los seres
humanos que luego echaremos al mundo.
Sí. Hay que admitir que no
es posible complacer a nuestros hijos en todo lo que piden. Cuando
quieren lanzar macetas por el balcón o jugar con el cuchillo carnicero,
tenemos que evitarlo. Preferiblemente informando, explicando y
ofreciendo otras alternativas posibles, en lugar del no rotundo. Pero la
batalla de deseos entre padres e hijos se hace cotidiana y agotadora,
no por excepciones en las que no podemos complacerlos, si no frente a
pedidos habituales e inocuos como, por ejemplo, elegir la ropa que
quieren usar. ¿Qué importa que vayan “disfrazados”, si están
ejercitando el desarrollo de su libre personalidad siempre enmarcado
dentro del respeto a ellos mismos, a los demás y a las leyes?.
Los
padres ordenamos, gritamos y todavía, en pleno siglo XXI, incluso
pegamos para que nuestros pequeños hagan lo que esperamos, porque
partimos del principio de que “niño no sabe lo que le conviene”. Sólo
por el hecho de ser niños, desestimamos sistemáticamente sus capacidades
de comprender, elegir, opinar, sentir… El error es pensar que de ese
modo estamos educando.
Llegada la adolescencia, las nefastas
consecuencias de los métodos directivos y represivos de crianza,
encuentran el momento propicio para descubrirse ante los ojos de la
sociedad. El grado de conflictividad que percibimos en el adolescente es
directamente proporcional al estilo de crianza que practicamos en casa.
Pero la relación es contraria a lo que la mayoría tiende a creer. No
son menos problemáticos los adolescentes que de niños se criaron con
“nalgadas a tiempo”, estricta disciplina y rigurosa autoridad. En
cambio, si hemos criado con abundante amor, democracia, flexibilidad,
respeto y no violencia, el adolescente no necesitará rebelarse
destructivamente. La disciplina no punitiva, la erradicación del castigo
físico y humillante, enseña a los hijos a respetar sus propios cuerpos,
a no dañarse con consumo de substancias o prácticas violentas. Un
pequeño que ha sido consolado, amado, mirado, abrazado, atendido y
complacido sin reparos en todas sus necesidades legítimas, llegado el
momento de medir el río por sus propios pies, estará preparado para ser
independiente y convertirse en guardián de sí mismo. Sabrá
autorregularse. Reconocerá la diferencia entre desafíos sanos y riesgos
perniciosos.
A
lo largo de la infancia, el buen trato, el acuerdo y el diálogo, son
fundamentales para una crianza no violenta, pero llegada la adolescencia
no hay otra vía posible si queremos que nuestro hogar no se convierta
en un auténtico infierno. De modo que resulta mucho más eficiente
comenzar desde el principio, desde que los hijos son pequeños. Y esto
hay que aprender a hacerlo porque casi todos los padres venimos de
hogares donde los recursos propios del enfoque flexible y democrático de
crianza no fueron los que usaron nuestros progenitores con nosotros.
El
trato que hoy estamos prodigando a nuestros hijos constituye el
referente por excelencia que están incorporando en su propio bagaje
emocional y ético, y que luego replicarán en el mundo.