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Artilugio del desapedo. Sustituto plástico made in China, del cuerpo y el pecho materno |
A menudo me
piden opinión sobre publicaciones como esta que salió recientemente en una
cuenta de Twitter, supuestamente dedicada a temas de cuidados y educación infantil: “Antes de doblegarte con algún berrinche de
tu hijo, recuerda: amar no significa provocar alegría infinita”. Esta frase viene a
ser algo así como prima hermana de la conseja popular que reza, “la letra entra
con sangre” y tantos otros dichos,
refranes, mitologías y creencias del acervo de la puericultura y la pedagogía represiva
y autoritaria cuyo mecanismo consiste en demonizar la complacencia, patologizar el afecto, hacernos pensar que
negando el placer y el deseo de los niños, provocando frustración e incluso
dolor, se forja la virtud del carácter. Pero yo me pregunto, ¿no será
precisamente en este forma de entender la crianza donde se encuentra el origen
del orden social patológico en el que se ha sumido el mundo y que provoca tanta
depresión, sufrimiento, violencia e incluso el consumo desesperado, devastador
e insostenible que nos está llevando -y esto no es retórica- a nuestra propia
aniquilación como especie?
Los últimos
hallazgos de las neurociencias han demostrado que durante la crianza, la complacencia es la
fuente principal de seguridad y de felicidad para nuestros pequeños. Es
decir, que para la conciencia y el sentir del niño, la complacencia es igual a
amor y la represión o negación de sus
necesidades auténticas de afecto, mirada, compromiso emocional es igual a
violencia. Muchos especialistas lo confirman. De Alice Miller, Casilda
Rodrigáñez, Sue Gerhardt y la autora argentina Laura Gutman, por ejemplo, encontramos una extensa bibliografía en la que
se explica la relación entre privación del placer físico sensorial durante la
primera infancia y violencia social. Sin
embargo la misma sociedad nos ha hecho creer que negar sistemáticamente el
deseo de los niños es hacerles un bien, porque así les estaríamos enseñando a
tolerar frustraciones. Como que si ya, de por sí, no existieran suficientes
circunstancias naturales que entrañan frustración para que el niño aprenda a
manejarse frente a ellas. Entonces, nos negamos a complacerlo cuando nos dice
de tantas maneras que no quiere dormir solo en la cuna o cuando pide cuerpo, mirada, atención, brazos,
tiempo compartido con sus padres. Nos volvemos muy creativos a la hora de echar
mano a un sin fin de argumentos que degradan el deseo del niño a la condición
de capricho o mala crianza. No notamos (tal vez por falta de referentes en
nuestra propia infancia) que justamente
la teta, el cuerpo, la contención, los
brazos, la mirada, el tiempo y la disposición emocional de los padres, son las formas en que el niño siente y
construye las nociones del amor.
Pero, ¿que
hacemos en lugar de dar incondicionalmente teta, brazos, atención, nuestro
cuerpo, nuestro tiempo…?, ofrecemos objetos de consumo, substitutos fríos y
plásticos. Al principio un tetero en lugar de teta, un chupón en lugar del pezón, un oso de
peluche o el cochecito en lugar de brazos, luego chucherías, video juegos o
cualquier objeto de consumo que consiga “apaciguar”, según sea la moda o la edad
del niño. Todos, artilugios de la
cultura del desapego, que favorecen el desarrollo de un mundo lleno de seres
carenciados de amor y consuelo humano. Puede ser que esta estrategia de
substitución resulte cómoda para los padres, porque exige menos tiempo, esfuerzo
y preserva eso que con tanto afán reclamamos con el nombre de “nuestro propio
espacio”. Pero no es lo que el niño realmente necesita, ni tampoco lo que
hubiera preferido, porque como bien afirma Ileana Medina Hernández, coautora del
libro Una Nueva Maternidad, “la naturaleza no crea niños que necesiten
chupetes y ositos, crea niños que necesitan el contacto físico con sus
progenitores”.
“Cuando decimos que los niños no
tienen límites, piden desmedidamente o no se conforman con nada, es porque
están reclamando desplazadamente presencia física y también compromiso
emocional”, aclara la autora argentina Laura Gutman. “Un niño que nos exaspera es simplemente un niño
necesitado”, agrega. Por eso subrayo que cuando hablo de complacencia no me
refiero a llenar a nuestros hijos de objetos, golosinas, cosas materiales o
dejarles “hacer todo lo que les de la gana”. Hablo de llenarlos de encuentro con
sus progenitores, de contacto humano y de amor.
Porque llenar a los niños de juguetes, comida chatarra, televisión, actividades extraescolares… en
lugar de ofrecer cuerpo materno, mirada y
vínculo, es justamente el mecanismo que hemos establecido los
adultos a partir de nuestra falta de
disposición emocional para suplir las lagunas afectivas de nuestros pequeños.
Otra cosa es,
cuando las razones que siempre existirán en un mundo con limitaciones, nos
impidan satisfacer en un momento determinado a nuestros pequeños. En ese caso,
en lugar de responder al niño con un no rotundo, podríamos reconocer, nombrar y
darle importancia a su deseo, aun cuando realmente no podamos complacerlo (se
que te encanta ese objeto, pero ahora no podemos comprarlo, pero podemos jugar
con este otro y mami te va a dar muchos abrazos y besos…) Con ese simple gesto,
haremos que nuestro hijo crezca sabiéndose amado y reconocido.
Cuando por fin
comprendamos que amar, mimar, consolar el llanto, comprender y contener con
afecto una rabieta, dar cuerpo y mirada a nuestros pequeños, no es malcriar, la
crianza dejará de ser enemiga de la
felicidad.
Hermoso artículo, lo he compartido por todas mis redes sociales. Creo firmemente en todo lo que se plantea allí. Gracias Berna siempre das en el blanco.
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