La maternidad es una oportunidad para probarnos en nuestra capacidad
de dar en beneficio de un otro sin esperar nada a cambio. Laura Gutman
Por definición el
ejercicio de la maternidad entraña la entrega absoluta y altruista en beneficio de
otro ser, sea que lo hayamos traído
al mundo o haya llegado a nosotras a partir de otras circunstancias.
Pero atribuir al amor materno cualidades
como la incondicionalidad y el altruismo, en la mayoría de
los casos no pasa de ser una ilusión, un autoengaño. Casi todos procedemos de historias infantiles
signadas por el desamor, las demandas desmedidas por parte de los progenitores,
el sometimiento sistemático a la frustración de los deseos y necesidades de la criatura, en una
suerte de entrenamiento para que esta encaje dentro de un orden social hostil que
hemos naturalizado y retroalimentado. Lo registremos o no, procedemos de
infancias en mayor o menor grado, plagadas de desamor, soledad, llantos y
necesidades desatendidas, al “cuidado” de adultos más ocupados de llenar sus propias carencias
infantiles, que de entregar al niño (presente) sin condiciones, lo que genuinamente necesita
y pide. Suscribo cada palabra del psiquiatra chileno Claudio Naranjo cuando
dice que los adultos actuales hemos heredado y luego retransmitimos la mayor
plaga o enfermedad que ha azotado durante milenios a la humanidad: el déficit de amor.
Con el hambre de amor eternizada vamos por la vida esperando que algo o
que alguien venga a saciarnos. Es así como las madres nos apropiamos de los hijos y
terminamos por convertirlos en la fuente para llenar nuestras carencias históricas.
Es así
como las mujeres terminamos "devorando" a nuestras crías.
Cierta
vez me encontré con esta cita de Thomas von Salis, hecha por mi querida amiga y
psicóloga, Alicia Nuñez, en una de sus redes sociales y que describe cómo opera
el daño a la individuación de los pequeños causado por esto que los expertos de
la conducta denominan psicopatología del vínculo entre madre e hijo: “Cuando
la madre tiene la necesidad de tener a un niño para ella existir, su actitud será
paradojal. Buscará ayudar
al niño a
crecer, pero al mismo tiempo hará lo posible por prohibir su comportamiento
progresivamente maduro. En consecuencia el niño sentirá la necesidad de la madre y tenderá a
satisfacerla…
quedando inhabilitado para valerse pos sí mismo.” Alicia
agregaba que cumplir los propios sueños no realizados a través de
los hijos, infantilizarlos para nosotras no crecer emocionalmente o tomar al
hijo como una pertenencia, demanda una genuina e importante revisión
personal.
Me atrevo a creer que esta psicopatología
del vínculo
es recurrente al margen de la corriente o
del estilo de crianza por el cual opte la madre. Y digo esto porque me inquieta ver que a
menudo se confunde crianza con apego o crianza respetuosa con la apropiación de
la vida de nuestro hijo o hija. Con frecuencia
me encuentro con madres que se apuntan a la lactancia a término, el porteo, colecho, etc., o que usan los
principios de la crianza alternativa para justificar una tremenda necesidad
afectiva que cubren neuróticamente fagocitando a sus hijos. Observo que cuando
se dan los tiempos naturales de desprendimiento a finales de la fusión
del puerperio (hacia los tres años) en los que el niño comienza a hacerse más autónomo, más “YO SOY”, la madre no
es capaz de permitir que su hijo emprenda los primeros pasos hacia el gradual y
prolongado proceso de autonomía. Para satisfacer nuestros propias privaciones
afectivas históricas
y sin darnos cuenta, con frecuencia succionamos la energía de
nuestra cría, infantilizándola
eternamente siendo que es la única persona que no puede escapar de nuestro alcance
(una pareja, una amiga o amigo, puede huir, un hijo pequeño
no). Cuidado con eso.
Cabe señalar
que el
origen del problema no es el colecho, ni el porteo, ni la lactancia a término
que puede llegar hasta los dos, los cuatro, los siete años
si madre e hijo así lo deciden. Y esto lo digo porque veo a
especialistas de la conducta, repitiendo automáticamente teorías cuestionables atribuyen la psicopatología
del vínculo
a estas prácticas,
lo cual considero un error y un grave despropósito. Bastaría con observar desprejuiciadamente para darse cuenta
de que el fenómeno
ocurre con madres que han elegido amamantar o con madres que han elegido dar el
tetero, con madres que han elegido colechar o que han decidido hacer que sus
hijos duerman en solitario, con madres que portean o que llevan a sus hijos en
coches… es
decir, ocurre al margen del estilo de crianza que elijamos y depende, en todo
caso, del lugar de consciencia o de sombra desde el cual maternamos.
No importa que hayamos elegido
criar con apego o según los esquemas tradicionales de crianza. Nada
cambiará si
no hacemos el esfuerzo de reconocer la impronta de nuestras propias historias
infantiles y a partir de allí, encontrar los propios recursos emocionales para
tomar elecciones conscientes, genuinas y sustentables.
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