Cuando se trata de cuestionar lo
naturalizado, de mostrar puntos de vista radicalmente opuestos a los
habituales, cuando invitamos a ponernos los lentes especiales que yo llamo “del
darse cuenta” hasta vislumbrar las infinitas dosis de violencia sutiles y
flagrantes que ejercemos en las aproximaciones diarias hacia nuestros hijos
durante la crianza, ocurre con frecuencia que padres y madres terminamos por
cuestionarnos si todo lo que hemos hecho hasta el momento en que logramos conciencia
de los errores cometidos, tendrá algún remedio, si tendremos una segunda
oportunidad.
Cuando por fin logramos
comprender la herida emocional impresa a fuego en nuestro hijo por haberlo
dejado llorando hasta reventarse sin acudir a consolarlo, cuando vislumbramos la
humillación y el miedo que pasó nuestro pequeño tras
las “nalgadas a tiempo” o al mandarlo al
rincón de pensar en respuesta a un
berrinche, cuando por fin registramos la violencia ejercida hacia nuestros
hijos fruto de la imposición de exigencias desmedidas y nos damos cuenta del
desierto emocional vivido por ellos a partir de la falta de mirada y de
compromiso emocional que antes justificábamos como actos de disciplina
necesaria o de preservación de nuestro propio espacio… nos preguntamos
angustiados si estamos a tiempo aún, si habrá o no caminos posibles para
resarcir los estragos que ciegamente, creyendo que hacíamos lo mejor, provocamos
en nuestros hijos.
Ciertamente es mucho más
eficiente prevenir que luego tener que reparar el daño, sin embargo nunca es
tarde. Aunque nuestro hijo o hija tenga dos, cinco, quince, incluso veintiséis,
cuarenta o sesenta años, siempre es buen momento para disculparnos y actuar en
consecuencia, por ejemplo, a través de estas palabras que nos presta la autora
argentina Laura Gutman: " Yo sé que te he desprotegido, sé que no he
acudido a ti todas las veces que me llamabas porque creía que tenía que lograr
que no fueras caprichoso o pensaba que la rigidez era el mejor sistema para
educarte bien" … "pero ahora he cambiado, sé que quiero resarcirte,
sé que todo lo que me has pedido era legítimo y quiero amarte y protegerte y
estar atenta a tus demandas hasta que cierren las heridas que he contribuido a
generar en tu alma" .
Coincido plenamente con la perspectiva terapéutica de que al margen
de la edad, sean niños o adultos, ofrecer a nuestros hijos la posibilidad de
llamar a sus sentimientos y sus vivencias subjetivas infantiles por el
verdadero nombre, es sanador. Desmontar
el falso discurso construido desde nuestra posición adulta autoritaria y
alejada de la verdad y del ser esencial del niño, entraña un poderoso potencial
de reparación. Verbigracia, reconocer que nuestro hijo se siente solo y nos necesita, en lugar de llamarlo
malcriado cuando llora pidiendo consuelo.
Y si no lo habíamos hecho hasta ahora, siempre será buen momento para
comenzar, no importa la edad presente de nuestro hijo o nuestra hija.
Soy una convencida de que el
propósito de andar por este camino que llamamos vida es hacernos más
conscientes, y los hijos siempre son la mejor escuela.
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