Madres, padres y adultos en general nos angustiamos a la hora de
dar ciertas explicaciones o responder a preguntas de nuestros niños, sobre todo relacionadas con temas tabú o circunstancias difíciles.
Se nos grabó hasta los tuétanos el ancestral ideario adultocéntrico que descalifica la inteligencia del niño, su capacidad para elaborar o comprender experiencias, para responsabilizarse y tomar iniciativa, con lo
cual validamos ocultarle los hechos o decirle mentiras pensando que con ello
estamos protegiéndoles o con el
propósito (consciente o no) de controlar y
lograr obediencia. Sin embargo, al margen de la edad, aún cuando no tengan herramientas para ponerle palabras, los niños son capaces de percibir nuestras emociones así como lo que acontece en su entorno.
En cierta ocasión, una mamá preocupada por la inseguridad que se padece en Caracas y otras
ciudades de Venezuela, me preguntó
qué hacer cuando su niña de tres años le cuestiona que
lleve las ventanas del carro siempre cerradas. "Yo le digo que no podemos
abrirlas porque se escapa el aire acondicionado", me cuenta la madre
angustiada frente a la opción de explicarle a
la niña la verdad sobre
el riesgo de robo a mano armada por delincuentes motorizados a personas que a
diario circulan en sus vehículos. Le sugerí que en ese caso,
podemos explicar que en la calle puede haber gente
que hace cosas malas como robar lo que tenemos en el carro o hacernos daño y que por esa razón
hay que mantener las ventanas cerradas.
Los niños merecen que les
digamos siempre la verdad, con palabras sencillas adecuadas a su comprensión según el momento
evolutivo en que se encuentran, y evitando en lo posible los detalles angustiosos. Incluso si en un momento dado no sabemos qué contestar, también
le decimos la verdad explicando que ahora no tenemos la respuesta pero que lo
vamos a pensar y cuando la sepamos le contestaremos. Lo cual supone también, cumplir con la promesa.
Los niños sienten y saben
lo que está pasando aunque no
tengan palabras para explicarlo. Cuando ocultamos o mentimos, en primer lugar
creamos desconfianza, enseñamos a los niños que en situaciones difíciles no pueden confiarnos sus miedos y angustias provocando que las
lleven en su interior sin poder elaborarlas oportuna y adecuadamente. En
segundo lugar les privamos de oportunidades para aprender a reconocer fehacientemente
y dar estructura a la realidad, adquirir herramientas para manejarse frente a
ella y resolver los problemas, las inquietudes o amenazas confiando y apoyándose en los demás o pidiendo
protección en caso de ser
necesario.
Pero decir la verdad no se limita a describir con coherencia lo
que acontece afuera, en el entorno del niño. También supone nombrar lo
que registra desde su percepción
subjetiva. Un discurso coherente significa poner palabras a los sentimientos
verdaderos de acuerdo al propio punto de vista del niño y no según lo que nosotros
como adultos cuidadores queremos o creemos que el niño debe sentir. Un ejemplo frecuente se observa cuando un niño llora porque necesita la seguridad del regazo materno y le decimos
que lo hace por pura malcriadez en lugar de reconocer y poner palabras a su necesidad legítima de consuelo (te sientes solo, necesitas que te cargue, etc.)
O cuando un niño se cae, se hace
daño y le decimos que no pasó nada, que eso no duele, en lugar de tratar de ponernos en su
lugar y nombrar aquello que realmente están sintiendo (¿te hiciste daño, te duele, necesitas ayuda?) O cuando el niño siente abandono y desamparo mientras tenemos que distanciarnos
durante todo el día para trabajar y
le decimos que lo hacemos por su bien, para darles una "vida mejor",
sin nombrar o restando importancia a sus verdaderos sentimientos de abandono,
miedo, soledad... Entonces cuando este niño deviene en adulto y atraviesa una sucesión de crisis personales o
accidentes emocionales sin saber porqué ocurren ni cómo enfrentarlos, queda
atrapado en el sufrimiento o en la necesidad de despachurrar el presupuesto con
psicólogos o psiquiatras buscando sentido a lo
que distorsionado por mentiras y atrapado entre sombras, aconteció, sintió, padeció, vivió. La desorganización psíquica en sus
diferentes grados está absolutamente relacionada con la distancia entre palabra y
realidad, advierte la autora Laura Gutman cuando hace
referencia al discurso engañado durante la
crianza.
Poner palabras coherentes con la realidad a todo lo que acontece
en el entorno del niño, a aquello que realmente percibe desde su propio
punto de vista, le permite
dar estructura, entender y elaborar conscientemente
lo que vive y lo que siente, sin menoscabar el desarrollo de su salud mental y
emocional. Los niños son pequeños, pero no son
tontos. Ellos merecen que les digamos siempre la verdad.
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