Digo con frecuencia que, cada uno -niño y adulto- andamos por la
vida a velocidades y en planetas distintos. No es poca la información falsa y
los malos entendidos que circulan sobre lo que los niños realmente necesitan.
Tras dichas mitologías y falsas creencias psicológicas sobre la naturaleza del
desarrollo infantil se nutre una amplia
industria que responde básicamente a los intereses del mercado pero que no
necesariamente favorece las reales necesidades psicoafectivas de los niños
pequeños.
A menudo me abordan
progenitores angustiados en el afán de que sus pequeños (bebés y
preescolares) alcancen el máximo
potencial de desarrollo, sobre todo cognitivo. Progenitores buscando
estrategias, métodos o algún tipo de entrenamiento o estimulación llamada en
algunos casos “temprana” capaz de garantizar avances, rápidos y óptimos, en distintos aspectos del desarrollo infantil.
Si hiciéramos una encuesta, no serían pocos los padres que revelarían
el deseo de que sus peques se conviertan en niños prodigio o Babies Einstein. Muchas veces les he escuchado
verdaderamente angustiados decir, “quiero que mi hijo o hija sea el mejor o la mejor en lo que haga”. Con estas expectativas sembradas terminamos
por comprar la idea de que hay que ofrecerles desde muy temprana edad entrenamientos
sofisticados con artilugios, actividades o agendas tan exigentes como las de un
adulto. Nos han hecho creer que el vínculo y disponibilidad emocional con inversión
de tiempo y dedicación en el andar por la casa y por la vida de la mano de nuestros
hijos, no es suficiente estímulo o enseñanza para los chiquitines.
Si no hablan fluidamente a los dos años, queremos libros o
especialista que nos digan cómo lograrlo lo más temprano posible. Para que
desarrollen habilidades psicomotoras, cognitivas, etc., los apuntamos
en un gimnasio especial para niños o en al menos tres actividades deportivas y/o
artísticas diferentes a la vez. Como si la casa, el parque, andar con ellos por
los sitios habituales durante la convivencia con sus propios padres, sus
familiares, amigos, vecinos, no fuera suficiente.
Los llevamos al preescolar desde los dieciocho meses o antes, porque nos han hecho pensar que sólo así
consolidarán un rendimiento óptimo o por encima de la media en su desempeño
escolar futuro.
Sobre el mito de la relación entre inteligencia y escolarización
temprana, el pediatra y autor Carlos González -entre otros especialistas más
conscientes sobre la real naturaleza infantil- aclara algunas verdades
fundamentales. Por ejemplo, que las guarderías y preescolares no
son necesarios para los niños. En los países europeos, con los mejores
indicadores de rendimiento académico (Alemania, Finlandia…), menos del diez por
ciento de los niños van a la guardería o al preescolar. La escolarización obligatoria comienza a
partir de los seis a siete años y son los países que el reputado informe Pisa siempre señala con el
mejor resultado de rendimiento académico. Es decir, que los niños no aprenden
más por ir desde los tres o los dieciocho
meses a la guardería o al preescolar. Dichos espacios institucionales, se
diseñaron para tener a los niños en algún lugar mientras los padres van a
trabajar, pero no para satisfacer las necesidades evolutivas de los pequeños.
Un pequeño básicamente lo que necesita es mantenerse en su entorno
familiar la mayor cantidad de tiempo posible, cerca de la presencia de un
cuidador (preferiblemente la madre) que sepa
interpretar y satisfacer sus necesidades, que nutra sus demandas afectivas, que
le provea cuidados amorosos, consuelo, seguridad, mirada, cuerpo, brazos,
conexión con su alma infantil. Adultos que sepan respetar su propio ritmo
madurativo sin forzarlo a pasar hacia etapas para las que no está preparado.
Hasta los cinco, seis años, los pequeños están en proceso de
consolidar funciones tales como caminar, comer por sí mismos, hablar, controlar
esfínteres, madurar su sistema inmunológico... Durante sus primeros años de vida un niño es
como una fruta verde que necesita estar todo el tiempo pegada al árbol
recibiendo la sabia hasta madurar. Con
apego seguro en su entorno familiar, una vez maduros y bien nutridos en
sus necesidades afectivas, los pequeños llegarán hasta el momento madurativo
correspondiente mucho mejor preparados para digerir y superar los objetivos
académicos que exige la escuela.
En lugar de apresurar a nuestros niños para que alcancen el
“máximo potencial“ en términos y tiempos que respondan a nuestras
expectativas adultas, deberíamos comenzar a respetar sus propios tiempos y
confiar más en la capacidad que tiene cada pequeño de autorregularse
. Observar, confiar y respetar es la clave.
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