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miércoles, 28 de mayo de 2014

¿Hay que frustrar a los niños para "civilizarlos"?




A menudo escucho a progenitores, educadores y profesionales de la salud (incluyendo reputados pediatras) decir que para educar o civilizar a los niños hay que frustrarlos. Dicen por ejemplo, que hay que dejarlos llorar para que no se malcríen, que no hay que atender en todo momento el llanto de los niños para que aprendan a tolerar frustraciones, que no los debemos complacer (aunque esté en nuestras posibilidades hacerlo) con el objetivo de obligarles a ejercitar la tolerancia a la frustración. Sin embargo, en el decurso de la vida de cualquier mortal, y sobre todo durante la experiencia infantil,   suceden suficientes oportunidades naturales para ejercitar la frustración y lograr asimilarla adecuadamente con el apoyo consciente, respetuoso y amoroso de los padres. Un niño que comienza a gatear o a caminar y se cae, se frustra. Como ese ejemplo hay muchos otros, la vida de un niño está cundida de ellos. Por lo tanto mi sentido común me dice que no es necesario añadir frustraciones extras.

Pero indaguemos la opinión de un especialista para aclarar malos entendidos sobre el tema y conocer sobre las secuelas que generan los condicionamientos sociales relacionados con la frustración infantil.  Para ello he pedido la ayuda a un facultado,  sustantivo y  preclaro profesional orientado por una visión respetuosa sobre la infancia. Se trata de José Luís Cano Gil quien gentilmente aceptó responder a esta entrevista. José Luis es psicoterapeuta psicodinámico y de crecimiento personal, especializado en atención a adultos y padres con enfoque Alice Miller. Trabaja en Barcelona, España, y su sitio web es    www.psicodinamicajlc.com



¿Hay que frustrar a los niños para "civilizarlos"?

En absoluto. La mera idea de usar la frustración como instrumento educativo me parece siniestra, una variante de los maltratos y castigos de siempre. La frustración forma parte de la existencia, desde luego. Pero la "civilización", la tolerancia a los límites y a las frustraciones, etc., no se adquieren frustrando a las personas una y otra vez (lo que sólo las hipersensibilizará al dolor), sino fortaleciendo al máximo su personalidad. ¿Cómo? Invariablemente, a través del respeto, la ecuanimidad, el amor, el ejemplo, la contención afectuosa, la paciencia. Sólo esto capacita a las personas para resistir sus frustraciones, siempre que éstas no sean, por otra parte, ni demasiado traumáticas, ni demasiado frecuentes. 

¿De dónde sale esta idea o creencia que de manera latente o manifiesta sostienen criadores, educadores y profesionales de salud relacionados con la infancia y cuáles son las repercusiones para el desarrollo emocional de los niños?

Supongo que tal creencia es el actual modo eufemístico de predicar la "mano dura" de siempre, que es como seguramente habrán sido educados la mayoría de sus defensores. En cuanto a las repercusiones, tanto infantiles como en adultos, son claras. Las personas excesivamente frustradas desarrollan sentimientos conscientes e inconscientes de ira, tristeza, baja autoestima, resentimiento, miedos, desmotivación, hipersensibilidad a las frustraciones, pesimismo... Si los niños son frustrados de modos frecuentes, injustos o abusivos, entonces se sentirán humillados, desesperados, perderán el respeto a la autoridad (padres, profesores), se volverán tristes o inquietos, desobedientes, retadores, agresivos...

¿Cuál es la función de la frustración y cómo opera?

La frustración es la privación de un deseo. Si nuestro número de frustraciones no es excesivo, aprenderemos que no todos los deseos pueden ser satisfechos en la vida, lo cual nos fortalecerá cada vez más -en un marco realmente amoroso- respecto al dolor que nos producen. Así, las frustraciones nos ayudan a adaptarnos a la realidad.

¿Cómo acompañamos a nuestros niños para ayudarles a integrar las experiencias de frustración y configurar sanamente los niveles de tolerancia o respuesta ante ellas?

Con amor y ejemplo. Es decir, empatizando con ellos, compartiendo el dolor que sienten, evitando que las vivan como agresiones o castigos, soportando serenamente nuestras propias frustraciones... Después de todo, la única razón por la que vale la pena aguantar cualquier disgusto es por el amor de quienes nos rodean. Una persona sin amor, en cambio, ¿por qué o "a cambio" de qué debería aceptar su sufrimiento? Esto es la "intolerancia" a las frustraciones.


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miércoles, 21 de mayo de 2014

Lo que debes saber sobre métodos de adiestramiento para el sueño infantil





En los Talleres de Crianza Respetuosa que dicto regularmente en Caracas y en el interior de Venezuela, casi sin excepción surgen inquietudes de los progenitores relacionadas con los métodos de adiestramiento para lograr que los niños pequeños duerman en solitario, toda la noche, sin molestar. Algunos padres comentan que estos sistemas les fueron recomendados por un familiar, un amigo o indicados por algún "reputado pediatra". 

Siempre les respondo que los métodos de adiestramiento, además de que no son necesarios   -porque un bebé sabe dormir tal y como necesita según su momento evolutivo- resultan bastante perjudiciales porque constituyen una experiencia muy violenta desde el punto de vista del niño, e interfieren con el proceso natural de sueño que madura por sí sólo (autorregulación).  Estos métodos de entrenamiento, se basan en el principio de condicionamiento operante de Skinner y proponen con unas que otras variantes, dejar al bebé llorando sólo en su habitación durante un tiempo determinado sin acudir a su llamado, ni consolarlo ni tomarlo en brazos, hasta lograr después de varios días, que deje de llorar y se duerma. 

Para explicarle a los padres aspectos vitales que nadie les ha informado sobre estos métodos conductistas, a menudo recurro a la lectura del capítulo referido a los procesos de adiestramiento del sueño en el libro La Crianza Feliz de la psicopediatra Rosa Jové, experta en sueño infantil.
Explica Jové, que siempre que alguien tiene miedo -en este caso el niño- los sistemas de alarma se activan. Dice que cuando dejamos a un pequeño solo llorando en su habitación, experimenta miedo (estudios realizados que miden el cortisol así lo demuestran). Si no es atendido de inmediato, seguirá llorando hasta que su amígdala (cerebral) colapsa. Agrega que todo un flujo hormonal y químico generado por el sistema denominado HHA (hipotálamo-hipofisario-adrenal) encargado de regular estas funciones de alarma, inunda violentamente el cerebro del niño apuntando directamente a la amígdala que queda colapsada. Esto se llama estar activado, nos dice Jové. Pero, "el cuerpo no resiste mucho tiempo una situación así", aclara la autora, por tanto "compensa con secreción de opiáceos, endorfinas y serotoninas que provoca una bajada del sistema de alarma en el cuerpo del sujeto". De manera que si para un niño ya era la hora de dormir, y encima ha pasado un tiempo llorando con el consiguiente cansancio, además de que acaba de recibir una inyección brutal de opiáceos, endorfinas, etc., cae rendido y se duerme, describe Rosa Jové. Después de toda esta explicación, la experta en sueño infantil concluye con una sentencia estremecedora: "ni por un momento piense que (su hijo) ha aprendido a dormir, sino tan sólo a doblegarse y autodrogarse."   

Es por eso que estos sistemas de entrenamiento sólo funcionan con niños pequeños que se asustan al quedarse solos, con lo cual serían inútiles aplicados a un adolescente, siendo que no es posible asustarlo tanto como para provocarle semejante shock y dejarlo exhausto para que duerma sin molestar, señala la psicopediatra española.  Y añade que esa es la razón por la cual los que recomiendan aplicar dichos entrenamientos, explican que deben hacerse antes de los cinco años.
Así mismo, Rosa Jové advierte que este tipo de experiencias, transmiten a la criatura que de nada vale pedir ayuda porque en este mundo donde acaba de aterrizar, nadie acudirá a socorrerle, afectando su autoestima y desarrollando indefensión aprendida. De hecho los niños no dejan de despertarse a lo largo de la noche, lo que realmente ocurre con estos sistemas de entrenamiento es que aprenden que no vale la pena  llamar a sus padres porque no acudirán. 

En relación a las secuelas a mediano y largo plazo, Rosa Jové explica en el libro antes señalado, que repetir oleadas de estas sustancias químicas en el cerebro de un niño, puede provocar la reducción de la producción normal de serotonina y la insensibilización de la amígdala cerebral responsable de regular la respuesta emocional. Esto se relaciona con depresiones, pérdida de autoestima, confianza y empatía. Por otra parte, la psicopediatra española informa que un bajo nivel de serotonina comporta uno de los indicadores más importantes en animales y humanos relacionados con tasas altas de homicidio, suicidio,  piromanías y otras conductas agresivas. 

Suficiente evidencia para descartar la aplicación de métodos de entrenamiento con el propósito de conseguir que los niños duerman en solitario y de un tirón toda la noche, sea que la recomendación venga de opinólogos, de profesionales de la salud o de donde venga ¿no creen?

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miércoles, 14 de mayo de 2014

¿Por qué muerden los niños?





Ante una determinada situación o conducta que presenta un niño a nuestro cargo, si queremos intervenir respetuosamente y lograr cambios genuinos y sostenibles, en lugar de preguntarnos qué hacer, primero averigüemos porqué está pasando. Nada podemos lograr en beneficio de los niños, sin antes comprender las causas que subyacen tras cualquier conducta o situación. Para ello, como siempre digo, no hay fórmulas ni respuestas fáciles, instantáneas ni estandarizadas.

Naomi Aldort autora de Aprender a educar sin gritos, amenazas ni castigos, advierte que morder puede tratarse de un recurso al que apelan los pequeños siendo que no disponen del lenguaje u otras herramientas con las que contamos los adultos para expresar emociones. Razón por la cual los niños tienden a expresarse a través de sus cuerpos. Recordemos que somos mamíferos y morder supone una descarga instintiva de nuestra especie.

Al igual que otros especialistas orientados por principios de crianza alternativa, Naomi Aldort sugiere que en todo momento indaguemos sobre las razones profundas que llevan al niño a la necesidad de manifestarse a través de un comportamiento agresivo, en este caso mordiendo. Los niños no actúan por capricho como cree el común de la gente. Siempre existe una razón legítima tras su conducta. La autora y conferencista, señala que un niño puede morder porque tiene hambre, está descubriendo los conceptos de causa y efecto,  le están saliendo los dientes, está imitando a otro niño, o se siente frustrado. Según Aldort, otra posible causa tras comportamientos tales como golpear o morder, responde al consumo de alimentos (azúcar, gluten, caseína, etc.) que pueden provocar reacciones alérgicas con el consecuente incremento de irritabilidad y agresividad en algunos niños. Explica, Aldort, que la necesidad de morder podría responder al hecho de que el niño se siente demasiado limitado, frustrado o estresado fruto de estilos educativos verticales y autoritarios basados en la docilidad y el adiestramiento. Hay expertas como Aletha Solter, que vinculan comportamientos como golpear o morder, con respuestas provocadas por heridas emocionales no sanadas (duelos, mudanzas, cambios en el hogar, entornos familiares complicados por divorcios o conflictos entre los padres…) La autora argentina Laura Gutman y la misma Naomi Aldort se refieren a necesidades no satisfechas oportunamente (mirada, vínculo, compromiso emocional, nutrición afectiva, presencia suficiente de sus padres) que luego el niño desplaza a través de comportamientos como morder, para ingresar al campo de atención de adultos cuidadores. Se trata de mecanismos de sobrevivencia que el niño desarrolla para procurarse aquello que necesita y que no es escuchado de otra manera.

Aldort señala, (y yo también lo observo a menudo a través de la experiencia relatada por progenitores) que los niños muerden mucho más cuando están en guarderías o preescolares que cuando se encuentran al cuidado de sus padres. Evidentemente es bastante difícil, por no decir imposible, llegar a cubrir las necesidades legítimas de niños pequeños en un aula de diez a veinte alumnos compitiendo para ser atendidos por una maestra y su auxiliar.

Cuando un niño muerde, Aldort recomienda a criadores y educadores actuar físicamente, de un modo firme y amable, apartando al niño de la persona (sea otro niño o un adulto) a quien intente morder o esté mordiendo. Es importante, al mismo tiempo, decirle al niño claramente que eso no se hace. Me parece necesario, además, explicarle porqué no mordemos a las personas, informar que hacerlo es una agresión, es violencia, que hace daño, duele, etc.  Así mismo, tanto cuando muerde como ante cualquier expresión de agresión manifestada por un niño, es nuestra responsabilidad ayudar a identificar y poner palabras a la emoción que conduce al pequeño a actuar de esa manera (¿estas molesto por... ? ¿tuviste un mal sueño?, ¿tienes hambre?, etc.) además de ofrecer alternativas para que descargue su frustración sin dañarse o dañar a otros (expresar sus emociones dolorosas, llorar, rabiar, golpear un balón, hacer guerra de almohadas...)  Aldort, por su parte nos dice que en ningún caso es recomendable morder al niño para que sienta cuánto duele, porque con ello le comunicamos que es algo que podrá hacer él también. Recordemos que los niños nos imitan, aprenden con nuestro ejemplo. Y a propósito de modelaje, una causa fundamental a tener en cuenta la comportan nuestros propios sentimientos, heridas y sombras que el pequeño podría estar apropiándose al formar parte de nuestras mismas aguas emocionales, y que luego expresa a través de comportamientos agresivos como morder o golpear. Por ejemplo, tal y como Aldort lo señala, a veces los niños muerden después de observar que “los adultos toleramos agresiones al propio cuerpo o al entorno”. Así que si hemos descartado otras posibles razones y el niño sigue mordiendo,  toca evaluarnos hasta registrar aquello que necesitamos sanar para que por añadidura nuestro pequeño también lo haga.

Castigar, gritar, usar métodos basados en el condicionamiento operante como sillas de pensar, carteleras de puntos, etc., cuyo principio es modificar la conducta sin atender su verdadera causa, tampoco resuelve el problema. Recurriendo a un ejemplo fácil y gráfico, sería como pretender curar una neumonía sólo tratando los síntomas con antipiréticos o antitusígenos para bajar la fiebre o aliviar la tos, en lugar de centrarnos en indagar sobre el origen de la neumonía, si se trata de una bacteria, de un virus, identificar de qué tipo, sensible a cuál medicamento… y a partir de allí elegir el tratamiento adecuado observando en todo momento cómo responde cada cuerpo en cada circunstancia  única  y particular.



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viernes, 9 de mayo de 2014

Los hijos: nuestro más directo y descarnado espejo




Casi a diario me escriben padres angustiados pidiendo que les recomiende algún psicólogo o terapeuta infantil porque ya no saben qué hacer para que su pequeño o pequeña les obedezca sin chistar, para que haga la tarea, para que duerma en solitario toda la noche sin molestar, para que coma, para que respete...  Siempre les contesto que somos los adultos cuidadores los que necesitamos ayuda para redimensionar nuestras expectativas con los niños, para comprender apropiadamente sus necesidades o lo que subyace tras su comportamiento. Somos los adultos quienes necesitamos derribar mitos, cambiar nuestra percepción sobre el niño, el modo en que creemos que debemos aproximarnos hacia él (generalmente unidireccional, distante, autoritario, desde arriba). Somos los adultos los que tenemos que mirar fehacientemente con qué recursos emocionales contamos para estar disponibles o no y porqué nos resulta tan difícil responder a las necesidades de los niños,  empatizar con ellos. Somos nosotros los que tenemos que emprender la tarea reeducativa de abandonar patrones insanos, elaborando heridas arrastradas desde nuestros propios desamparos infantiles… en fin,  hacer un trabajo de autoindagación y  transformación para ensanchar nuestras fronteras emocionales y dar cabida a una mayor consciencia. Es así como, por añadidura, los niños mejoran.

Los peques no tienen cómo ni a dónde escapar. Son absolutamente dependientes de sus cuidadores para sobrevivir. Dependen económica y afectivamente de nosotros con lo cual terminan a menudo atrapados por nuestra desinformación, nuestros propios patrones insanos de crianza o conflictos emocionales. Por ser los más indefensos del sistema familiar, los niños, acaban apropiándose de nuestras sombras o despropósitos manifestándolos a través de una serie de síntomas. Previamente establecemos un modelo de normalidad basado en mitologías y creencias psicológicas bastante discutibles, en el que pretendemos adaptar a la criatura, sin plantearnos cuán irrespetuoso o contraproducente pudiera resultar desde su punto de vista. Si no lo logramos en casa o en la escuela, entonces lo llevamos al especialista para que nos diga cómo meter a nuestro hijo dentro del cauce de la pretendida normalidad. Cualquier conducta que nos saque de nuestra zona cómoda o que suponga una crisis (rebeldía, rabietas, niños inquietos o muy pasivos o distraídos, niños que no duermen la noche entera de un tirón, que se resisten a dormir en solitario, que no quieren comer lo que les ofrecemos...)  a menudo termina  diagnosticada como déficit de atención, trastorno oposicionista, trastornos del sueño....  y toda una colección de patologías con los correspondientes tratamientos diseñados prêt-à-porter para aceitar un mercado de salud (o de enfermedad) muy rentable.  Tratamos al niño visto como "perverso polimorfo" incapaz de autorregularse, y a quien debe obligarse a frustrar pulsiones o deseos, para que “se convierta en una persona de bien...”.  Esta creencia basada en aportes bastante objetables del psicoanálisis, aún es asumido como verdad revelada e infalible por profesionales de la conducta y de la educación, comportando -en mi opinión y de algunos especialistas-  infinitos despropósitos en el trato hacia los niños. 

Así es como más o menos opera todo este tinglado con el que convenientemente, los adultos despachamos nuestros problemas al niño. Y si un profesional sensato y ético señala que somos nosotros los que debemos ir a terapia, buscamos a otro, siendo lo más probable que encontremos fácilmente a quien se decante por dar la razón a los que pagamos la consulta… En resumen,  nos ponemos de acuerdo para endilgar la causa de los desencuentros o conflictos en el vínculo padre-hijo o educador-alumno, etc.,  al pequeño. Lo cual, además de ser injusto, no resuelve el problema.

Los hijos son nuestro más directo y descarnado espejo. Proyectan nuestras propias sombras ofreciéndonos la oportunidad de registrarlas, revisar y mejorar. Ellos son nuestra mejor escuela.

Si lo que realmente queremos es  cambiar  las cosas en beneficio de los niños, en lugar de proyectarle nuestras neurosis, atrevámonos a registrarlas y a hacernos responsables de ellas. Solo así nos acercaremos hacia la posibilidad de atenderlos desde un lugar mucho más consciente, informado, disponible y amoroso. 



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