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viernes, 9 de mayo de 2014

Los hijos: nuestro más directo y descarnado espejo




Casi a diario me escriben padres angustiados pidiendo que les recomiende algún psicólogo o terapeuta infantil porque ya no saben qué hacer para que su pequeño o pequeña les obedezca sin chistar, para que haga la tarea, para que duerma en solitario toda la noche sin molestar, para que coma, para que respete...  Siempre les contesto que somos los adultos cuidadores los que necesitamos ayuda para redimensionar nuestras expectativas con los niños, para comprender apropiadamente sus necesidades o lo que subyace tras su comportamiento. Somos los adultos quienes necesitamos derribar mitos, cambiar nuestra percepción sobre el niño, el modo en que creemos que debemos aproximarnos hacia él (generalmente unidireccional, distante, autoritario, desde arriba). Somos los adultos los que tenemos que mirar fehacientemente con qué recursos emocionales contamos para estar disponibles o no y porqué nos resulta tan difícil responder a las necesidades de los niños,  empatizar con ellos. Somos nosotros los que tenemos que emprender la tarea reeducativa de abandonar patrones insanos, elaborando heridas arrastradas desde nuestros propios desamparos infantiles… en fin,  hacer un trabajo de autoindagación y  transformación para ensanchar nuestras fronteras emocionales y dar cabida a una mayor consciencia. Es así como, por añadidura, los niños mejoran.

Los peques no tienen cómo ni a dónde escapar. Son absolutamente dependientes de sus cuidadores para sobrevivir. Dependen económica y afectivamente de nosotros con lo cual terminan a menudo atrapados por nuestra desinformación, nuestros propios patrones insanos de crianza o conflictos emocionales. Por ser los más indefensos del sistema familiar, los niños, acaban apropiándose de nuestras sombras o despropósitos manifestándolos a través de una serie de síntomas. Previamente establecemos un modelo de normalidad basado en mitologías y creencias psicológicas bastante discutibles, en el que pretendemos adaptar a la criatura, sin plantearnos cuán irrespetuoso o contraproducente pudiera resultar desde su punto de vista. Si no lo logramos en casa o en la escuela, entonces lo llevamos al especialista para que nos diga cómo meter a nuestro hijo dentro del cauce de la pretendida normalidad. Cualquier conducta que nos saque de nuestra zona cómoda o que suponga una crisis (rebeldía, rabietas, niños inquietos o muy pasivos o distraídos, niños que no duermen la noche entera de un tirón, que se resisten a dormir en solitario, que no quieren comer lo que les ofrecemos...)  a menudo termina  diagnosticada como déficit de atención, trastorno oposicionista, trastornos del sueño....  y toda una colección de patologías con los correspondientes tratamientos diseñados prêt-à-porter para aceitar un mercado de salud (o de enfermedad) muy rentable.  Tratamos al niño visto como "perverso polimorfo" incapaz de autorregularse, y a quien debe obligarse a frustrar pulsiones o deseos, para que “se convierta en una persona de bien...”.  Esta creencia basada en aportes bastante objetables del psicoanálisis, aún es asumido como verdad revelada e infalible por profesionales de la conducta y de la educación, comportando -en mi opinión y de algunos especialistas-  infinitos despropósitos en el trato hacia los niños. 

Así es como más o menos opera todo este tinglado con el que convenientemente, los adultos despachamos nuestros problemas al niño. Y si un profesional sensato y ético señala que somos nosotros los que debemos ir a terapia, buscamos a otro, siendo lo más probable que encontremos fácilmente a quien se decante por dar la razón a los que pagamos la consulta… En resumen,  nos ponemos de acuerdo para endilgar la causa de los desencuentros o conflictos en el vínculo padre-hijo o educador-alumno, etc.,  al pequeño. Lo cual, además de ser injusto, no resuelve el problema.

Los hijos son nuestro más directo y descarnado espejo. Proyectan nuestras propias sombras ofreciéndonos la oportunidad de registrarlas, revisar y mejorar. Ellos son nuestra mejor escuela.

Si lo que realmente queremos es  cambiar  las cosas en beneficio de los niños, en lugar de proyectarle nuestras neurosis, atrevámonos a registrarlas y a hacernos responsables de ellas. Solo así nos acercaremos hacia la posibilidad de atenderlos desde un lugar mucho más consciente, informado, disponible y amoroso. 



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