La
verdad cura. La mentira mata. Y esto no es sólo
aplicable a la psicología, sino a todos los ámbitos
de la existencia. José Luis Cano Gil
Las relaciones humanas, desde
las más íntimas
y personales hasta las grupales o sociales suelen desplegarse en medio de engaños,
secretos y mentiras. Mentir se ha constituido en un recurso o mecanismo común y
naturalizado socialmente para controlar o dominar al otro, o a los otros.
Cuando ocultamos, tergiversamos, maquillamos la realidad a nuestra conveniencia
para lograr un beneficio personal en detrimento de los demás, estamos abusando. Y esta es una práctica
sistemática, sobre todo cuando de controlar a los niños
se trata.
La mayoría
de los terrícolas crecemos rodeados de
mentiras, de engaños, de realidades que no se
nombran fehacientemente. Nuestras vidas discurren cercadas por discursos
distantes de la realidad, atravesadas
por situaciones de las que no se hablan o que se ocultan con el propósito
de controlar al otro -especialmente si es niño-
y con ello lograr que ese otro haga lo que esperamos o satisfaga nuestro deseo.
Crecemos internalizando un
orden basado sobre la dominación, el
control, la manipulación y el abuso a los demás
a través del engaño.
Este orden de manipulación y de mentiras provoca
estragos, personales y sociales… Uno de
ellos, la neurosis, que como bien advierte el psicólogo
José
Luis Cano Gil, es fruto de la falsedad permanente, siendo que “la
negación, el encubrimiento, la
hipocresía, la contradicción,
el silencio... atormentan y enloquecen a las personas.”
La verdad, en cambio, nos pone sobre el control de la toma de decisiones
conscientes ante lo que acontece. La verdad alivia, nos libera.
En el mismo orden de ideas, la
autora y psicoterapeuta Laura Gutman, explica que cuando la realidad ha sido
permanentemente falsificada, se mina la inteligencia y la capacidad de lograr
una percepción certera de los hechos, con
lo cual, la desorganización psíquica en sus
distintos grados se encuentra absolutamente vinculada con la distancia entre
palabra y realidad.
Seamos niños
o adultos, la verdad se intuye, se percibe. Cuando aquello que nos pasa no
condice con el relato de un otro que tiene el poder de controlar la información
y que ejerce influencia sobre nuestras vidas -verbigracia el discurso materno-
aprendemos a vivir en la confusión,
desconectados con la realidad. Por ejemplo, cuando fuimos niños
y llorábamos de miedo pero nos decían
que llorábamos por malcriados, al
devenir adultos, sólo recordamos lo que nuestra
madre nos nombró, perdiendo registro
consciente de lo que sentimos, alejados de nuestro sí mismo,
con la consecuente confusión que conlleva a la sucesión
interminable de accidentes emocionales. Por ello el propósito
de toda terapia o trabajo de indagación
personal comporta el intento de ayudar al sujeto a recuperar la verdad de su
historia personal a fin de reparar el daño
causado por la sucesión de mentiras asimiladas
durante las propias experiencias
infantiles.
Siendo moneda corriente a lo
largo de la vida, no es casual que nos encontremos inmersos en sociedades
sobre-adaptadas al orden
patológico de la mentira y sus
estragos.
Sabemos lo difícil
que resulta sacar el valor de registrar los mitos y falacias sobre los cuales
hemos construido nuestros condicionamientos y creencias a fin de ensanchar la
conciencia y evolucionar. Tal vez se trate de un desafío
aún más difícil
que desintegrar un átomo, como decía
Einstein. Pero bien vale la pena. Necesitamos despertar hasta que la humanidad
se haga merecedora de llevar ese nombre.
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