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miércoles, 11 de junio de 2014

La mentira, otra forma naturalizada de violencia




La verdad cura. La mentira mata. Y esto no es sólo aplicable a la psicología, sino a todos los ámbitos de la existencia. José Luis Cano Gil


Las relaciones humanas, desde las más íntimas y personales hasta las grupales o sociales suelen desplegarse en medio de engaños, secretos y mentiras. Mentir se ha constituido en un recurso o mecanismo común y naturalizado socialmente para controlar o dominar al otro, o a los otros. Cuando ocultamos, tergiversamos, maquillamos la realidad a nuestra conveniencia para lograr un beneficio personal en detrimento de los demás,  estamos abusando. Y esta es una práctica sistemática,  sobre todo cuando de controlar a los niños se trata.  

La mayoría de los terrícolas crecemos rodeados de mentiras, de engaños, de realidades que no se nombran fehacientemente. Nuestras vidas discurren cercadas por discursos distantes de la realidad,  atravesadas por situaciones de las que no se hablan o que se ocultan con el propósito de controlar al otro -especialmente si es niño- y con ello lograr que ese otro haga lo que esperamos o satisfaga nuestro deseo.

Crecemos internalizando un orden basado sobre la dominación, el control, la manipulación y el abuso a los demás a través del engaño. Este orden de manipulación y de mentiras provoca estragos, personales y sociales Uno de ellos, la neurosis, que como bien advierte el psicólogo José Luis Cano Gil, es fruto de la falsedad permanente, siendo que la negación, el encubrimiento, la hipocresía, la contradicción, el silencio... atormentan y enloquecen a las personas. La verdad, en cambio, nos pone sobre el control de la toma de decisiones conscientes ante lo que acontece. La verdad alivia,  nos libera.

En el mismo orden de ideas, la autora y psicoterapeuta Laura Gutman, explica que cuando la realidad ha sido permanentemente falsificada, se mina la inteligencia y la capacidad de lograr una percepción certera de los hechos, con lo cual, la desorganización psíquica en sus distintos grados se encuentra absolutamente vinculada con la distancia entre palabra y realidad.   

Seamos niños o adultos, la verdad se intuye, se percibe. Cuando aquello que nos pasa no condice con el relato de un otro que tiene el poder de controlar la información y que ejerce influencia sobre nuestras vidas -verbigracia el discurso materno- aprendemos a vivir en la confusión, desconectados con la realidad. Por ejemplo, cuando fuimos niños y llorábamos de miedo pero nos decían que llorábamos por malcriados, al devenir adultos, sólo recordamos lo que nuestra madre nos nombró, perdiendo registro consciente de lo que sentimos, alejados de nuestro sí mismo, con la consecuente confusión que conlleva a la sucesión interminable de accidentes emocionales. Por ello el propósito de toda terapia o trabajo de indagación personal comporta el intento de ayudar al sujeto a recuperar la verdad de su historia personal a fin de reparar el daño causado por la sucesión de mentiras asimiladas durante las  propias experiencias infantiles.
 
Siendo moneda corriente a lo largo de la vida, no es casual que nos encontremos inmersos en sociedades sobre-adaptadas al orden patológico de la mentira y sus estragos.

Sabemos lo difícil que resulta sacar el valor de registrar los mitos y falacias sobre los cuales hemos construido nuestros condicionamientos y creencias a fin de ensanchar la conciencia y evolucionar. Tal vez se trate de un desafío aún más difícil que desintegrar un átomo, como decía Einstein. Pero bien vale la pena. Necesitamos despertar hasta que la humanidad se haga merecedora de llevar ese nombre.         
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