Como
buena amante del silencio, lo busco con frecuencia. Mi cuerpo y mi alma lo
piden para restaurarse de las agresiones que provoca el ruido constante en el
que vivimos. Esta vida moderna, que como dice Mafalda, tiene más de moderna que de
vida, discurre básicamente en ambientes ruidosos. El sonido de
televisores, radios, reproductores de música, bocinazos, motores de vehículos, computadoras, aparatos de aire acondicionado,
extractores, entre otras máquinas…
alteran nuestro sistema nervioso de un modo que para muchos pasa desapercibido.
Me atrevería a decir que el oído
es uno de los sentidos más abusados de nuestro cuerpo.
En
la civilización occidental muchas personas no conciben diversión sin música alta o pantallas de vídeos y
reproductores de música, todos encendidos a la vez, con el máximo volumen.
No digo que esté
mal disfrutar a plenitud de la música que nos gusta, pero a menudo convertimos ese
"disfrute" en una violación del derecho a la salud de la mayoría de los ciudadanos.
En Venezuela, por ejemplo, poner música
muy alta y a toda hora en espacios públicos y privados sin preocuparse por la perturbación que provocan a terceros. Es habitual encontrarse a
personas incapaces de autorregularse con el agravante de que tampoco se activan
normativas ni ejecutan sanciones legales que regulen sus transgresiones. De
hecho, en civilizaciones más atrasadas o inmaduras, este
tipo de comportamientos están bastante naturalizados y no se
entienden como transgresiones. En contraste, algunos países del llamado Primer Mundo asumen el exceso de
ruido como un problema de salud pública y despliegan políticas eficientes para regularlo.
A
veces desearía que el silencio pudiera grabarse en mp3 y
reproducirlo a todo volumen... Aunque creo que sería
más fácil apelar a un mínimo de conciencia cívica
para entender que el derecho a escuchar la música que me gusta, se termina donde comienza el
derecho de los demás a una
vida libre de contaminación sonora.
Si
estuviéramos mejor conectados con nosotros mismos, notaríamos el modo y los grados en que el ruido excesivo o
constante se constituye en transgresor, en basura para el cuerpo y para el alma.
Advertiríamos claramente que producir ruido excesivo es
atraso, es violencia, es inconsciencia... Además
de perturbar el descanso de muchas familias, está más que demostrada la interminable lista de secuelas
negativas que provoca la contaminación acústica
a la salud psíquica y física. Tensión alta, infartos, daños
irreversibles a la capacidad auditiva, desequilibrio en el sistema nervioso...
son algunas de ellas.
Yo
siempre me he preguntado ¿qué es
lo que evitamos escuchar generando tanto ruido? ¿A
qué le tememos tanto?... Como el agua y el aire limpios,
al igual que la comida sana, también es fundamental valorar el silencio como un rubro
necesario para la vida, para restituir el equilibrio del cuerpo, la mente y la
salud. El silencio es el puente por excelencia hacia la conciencia. El silencio
nos permite escuchar lo que nuestra voz interna, nuestra brújula
interior y nuestro cuerpo nos susurra, estableciendo así el contacto con lo que nos encaja para lograr armonía y equilibrio. El silencio permite que nuestro
sistema nervioso se relaje, nos brinda alivio y paz.
Por
el bien de nuestra salud física y emocional, necesitamos
procurar abundantes momentos de silencio cada día,
y enseñar a nuestros niños
-en casa y en la escuela- el valor de esta cualidad esencial. Alguna vez leí sobre ejercicios para ayudar a los más pequeños a apreciar el valor del
silencio. Por ejemplo, juegos que
despierten su interés, como pedirles que se venden los ojos, y traten de
identificar o describir los sonidos del ambiente, investigar si las hormigas
hacen ruido al caminar, etc., siempre recordando que estos juegos solo se
pueden hacer cuando guardamos silencio. A ver si haciéndolo
juntos aprendemos los adultos también...
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