No es solo cuestión de niños. También resulta común encontrarnos
entre hermanos adultos que se llevan
mal, a quienes les cuesta entenderse, se
pelean casi constantemente y hasta casos
extremos en los que rompen permanentemente toda comunicación.
La hermandad es uno de los más grandes y hermosos regalos de la
vida. La llegada de un hermano o hermana debería ser una bendición y no un
motivo de crisis, celos o disputas. Sin embargo es lo que suele ocurrir. Y es
que, como explica Laura Gutman, autora y psicoterapeuta, la solidaridad entre hermanos se despliega en
la medida en que los progenitores somos capaces de incluir dentro del mismo
espacio de amor, contención afectiva, mirada y compromiso emocional a todos los
hijos e hijas por igual.
La causa por excelencia que subyace tras las peleas y la rivalidad
entre hermanos es la carencia de afecto, tiempo y compromiso emocional que prodigamos
los progenitores, sin importar de cuántos hijos se trate. La Gutman, usa un estupendo
ejemplo para ilustrarlo. Imaginemos un grupo de personas con hambre de varios
días frente a una mesa donde solo hay un bocado de pan. Seguramente todos van a
pelearse por obtener el escaso alimento para saciar el hambre. En cambio ante una mesa con comida abundante
para todos, no hay peleas que librar por la sobrevivencia. Lo mismo ocurre
cuando se trata de incluir a los hermanos dentro del mismo circuito de amor de
sus progenitores. Si queremos que se
instale la hermandad generosa y solidaria entre nuestros hijos, revisemos con
qué recursos emocionales contamos para prodigar amor y cuidados en abundancia.
Desde nuestras propias carencias e inmadurez, a menudo caemos en
el error de hacer que los hijos respondan a nuestras
expectativas manifestando preferencias
sobre aquel que se comporta como
esperamos, o hace lo que queremos,
cuando lo queremos y como nos gustaría. Así creamos la necesidad de pelear
entre los hermanos, para ser reconocidos y no ser excluidos del circuito de
amor de los padres.
Otra cosa muy común que genera distanciamiento entre hermanos son
las tan lesivas etiquetas que usamos los padres para rotularlos. Los hijos
aprenden que así son mirados o nombrados (el niño terrible, la niña obediente,
la oveja negra, el responsable, el flojo,
el buen estudiante, el sociable, el tímido etc.…) De ese modo
empujamos a los hijos a convertirse en personajes alejados de su real
esencia, su sí mismo y el de sus
hermanos.
Cuando entre hermanos hay que competir por la escasa mirada,
nutrición afectiva o disposición emocional de los padres, la rivalidad se
instalará, con lo cual el vínculo se
deteriorará desde la infancia y a lo
largo de la vida.
Si las necesidades básicas, sobre todo afectivas,
de cada hijo y de cada hija son plenamente satisfechas, si cada ser esencial de
nuestros hijos es reconocido y es respetado, el terreno quedará abonado para
que se cultive la intimidad, la solidaridad y el amor entre hermanos, desde pequeños y para el resto de sus vidas.
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