Es mucho más eficiente prevenir que reparar los daños.
Una vieja y sabia amiga psiquiatra solía
decirme que, hasta los primeros siete años de vida, el ser humano es como una
acera de cemento fresco. Todo lo que pasa por ella queda marcado y se seca, con lo cual resulta complicado
cambiarla. Maticemos que el cambio no es imposible. Ciertamente los seres humanos tenemos la
capacidad inherente de cambio y transformación desde que nacemos hasta que
morimos. Pero es mucho más eficiente prevenir que tener que reparar los daños. Y si
nos queda alguna duda al respecto, preguntemos
a un buen terapeuta lo que cuesta revertir los estragos de las heridas grabadas
a fuego durante dicho período sensible y vulnerable de la vida, o miremos la enorme dificultad que entraña solucionar
los problemas de violencia, adicciones, depresión, consumos excesivos que nos
están conduciendo a un literal desastre ecológico.
En el mismo orden de ideas, la
psicóloga Yolanda González, autora del libro Amar sin Miedo a Malcriar, especialista en prevención
infantojuvenil, resalta que la primera infancia (cero a
siete años) es el período crucial por excelencia y más vulnerable de la vida de
un ser humano. Creando
buenos cimientos durante esta etapa, prevenimos comportamientos, síntomas y
trastornos en etapas posteriores. Por tanto comprender y atender adecuadamente
la primera infancia es inversión asegurada en salud y bienestar social.
Para apoyar y no interferir en el
desarrollo saludable durante la crianza y en especial durante la primera
infancia, la autora y psicóloga española señala a progenitores, educadores y
profesionales sanitarios o relacionados con atención a los niños, que debemos observar
tres premisas fundamentales: En primer lugar la empatía (ser capaces de ponernos en el lugar
del niño). En segundo lugar, la escucha activa y disponible, sin juzgar,
siempre dispuestos a comprender. Y en tercer lugar, aunque no menos importante,
el conocimiento de los periodos evolutivos infantiles, debido a que en el mundo
adulto (incluidos profesionales sanitarios y de educación) existen muchas
lagunas y circula profusamente información falsa sobre las necesidades
emocionales del niño.
Subráyese necesidades emocionales, porque tendemos a sobrevalorar los
aspectos intelectuales y damos mayor importancia al comportamiento o conducta
del niño, relegando o degradando la educación emocional, desde el ideario de que
las emociones (tristeza, rabia, miedo… manifestadas a través del llanto,
rabietas, etc.) son aspectos del funcionamiento psíquico que debemos doblegar,
reprimir, inhibir e ignorar, en lugar de comprender, aceptar y encauzar.
Deseamos que nuestros hijos sean
competitivos. Invertimos ingentes recursos y esfuerzos para que nuestros bebés estén “estimulados” en
áreas que favorezcan el desarrollo cognitivo.
Desde muy temprana edad queremos
que aprendan idiomas, música, deportes... Lo que más se escucha hablar es de comportamiento
o conducta. Lo que más inquieta a criadores y educadores es básicamente cómo
hacer que obedezcan, cómo ponerles límites y disciplina. Hemos olvidado la importancia de comprender y
atender la educación emocional de nuestros niños.
Si realmente queremos construir
resultados sólidos, genuinos y sostenibles a favor del despliegue de la salud
integral presente y futura durante la infancia, en lugar de poner tanto énfasis
en el comportamiento y tratar de modificarlo a nuestra conveniencia con
recursos conductistas (castigos y premios), enfoquémonos en comprender y
satisfacer las necesidades
emocionales reales de los niños según su momento
evolutivo. Para ello podemos formarnos con lecturas, talleres, charlas, etc.
Pero básicamente hemos de dejarnos guiar por lo que el niño pide, confiando en
sus señales sin descalificar, banalizar, ni degradar sus sentires, expresiones
y pedidos de necesidades emocionales (brazos, cuerpo materno, mirada, vínculo…)
a la condición de capricho o mala crianza. Esta civilización va demasiado apurada presionando a los niños
para que “seanindependientes”
(duerman solos, coman solos, dejen los pañales, no sientan miedo, no nos
necesiten…) Perdimos la paciencia, la conexión con el alma infantil y la confianza en la capacidad de
los niños para autorregularse, acompañándoles y mostrándoles de un
modo respetuoso con el ritmo individual de cada criatura, el camino de la socialización, sin presionar ni empujar.
Es fundamental comprender que durante
todas las etapas del desarrollo infantil, pero particularmente durante la
primera infancia, un vínculo de apegoseguro,
donde siempre exista la figura de cuidadores (progenitores) bien conectados, que
sepan interpretar las necesidades del niño y satisfacerlas de inmediato, en
continuum, forja los cimientos para el despliegue de la salud emocional, la autoestima y otros recursos para relacionarnos desde la no violencia.
Lo resume la psicóloga Yolanda González
en una frase: Mientras más experiencias gratificantes tenga un ser humano
durante la primera infancia, más posibilidades tendrá de confiar en la vida y
más recursos tendrá para enfrentar situaciones difíciles.
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