Comienzan las clases y
brotan como epidemia las experiencias sufrientes de criaturas exigidas a
plegarse a normas de instituciones que no toman en cuenta sus reales
necesidades psicoafectivas. He escuchado
a mamás describir las aulas de clase como pasillos de terror,
con niños llorando y gritando desconsolados por ser arrancados de la presencia
segurizante de sus padres o figuras de apego primaria, en procesos carentes de
una transición amable
y respetuosa que les permita familiarizarse con el nuevo entorno hasta quedarse
sin miedo a ser abandonados. Normalizar algo así habla
de una civilización muy
enferma que luego, además, se queja de la violencia escolar sin darse
cuenta de que, desde el punto de vista del niño,
estas son las primeras vivencias de dicho flagelo.
En paralelo leo y escucho a
gente que con la mejor intención
pretende bajar la angustia de los progenitores ofreciendo paños calientes, recetas que no
solucionan el problema de raíz,
porque no atienden la causa: la necesidad acuciante de implementación de un sistema de integración con los tiempos y la presencia
necesaria de un familiar o cuidador significativo en la institución, hasta que la criatura se quede
segura, tranquila y sin llorar... Por
otra parte, como flores en mayo, surgen excusas
en el intento de resignarnos ante el hecho de que nada puede cambiar:
que si el horario laboral no
permite a los padres quedarse a acompañar
a los niños en el aula o la guardería, que si tu hijo se queda llorando
vete tranquila que a fin de cuenta eres la madre y habrás elegido lo que es mejor para él o ella, que si hay que comprender al
personal docente porque no se da abasto o no tiene referentes sobre períodos de integración escolar idóneos, que si mejor baja la angustia
porque a fin de cuentas resulta imposible enfrentarse a los mandatos de la
escuela... Excusas o paños
calientes que no sacan al niño
de la situación de
trauma y sólo
sirven para perpetuar la sistematización
del abuso infantil. Los niños
dependen de nosotros para exigir que sus derechos sean respetados. Cuando nos
paralizamos, resignamos y respondemos por inercia, nos volvemos cancerberos de
un orden social patológico, y
a los pequeños no
les queda otro remedio que sobreadaptarse.
He dicho muchas veces que
procedemos de crianzas donde se nos inhibió y reprimió sistemáticamente al punto de
que nos convertimos en adultos que reaccionamos desde el miedo y la indefensión aprendida. Nos cuesta entrar en
contacto con nuestro poder personal, asumir que la transformación es posible y que está en nuestras manos, que podemos
apropiarnos de las soluciones, que somos cada uno de nosotros quienes hacemos y
por tanto cambiamos el sistema. Nos han hecho creer que el mundo no puede
cambiarse y es mentira.
Los padres podemos y
debemos oponernos a las decisiones escolares que comportan sufrimiento y
violación a la integridad de
nuestros niños y niñas. Nuestro deber es reaccionar con
tolerancia cero hacia la sistematización
del abuso infantil. Los niños no
tienen que sufrir para adaptarse a la escuela. Hay formas amables de permitir
la integración. Como
adultos responsables estamos en la obligación de formarnos, informarnos, unirnos,
organizarnos para luchar y exigir los cambios en el sistema educativo que
favorezcan el sano desarrollo de los niños
a nuestro cargo. Una buena educación
nunca puede ser enemiga de la felicidad.
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