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martes, 2 de septiembre de 2014

Desmotar la lealtad hacia nuestros padres




Es verdad que padres y madres hacemos siempre lo mejor que podemos con lo que sabemos, y que nunca o casi nunca dañamos a nuestros hijos con intención. Sin embargo también es verdad que hacemos parte de un sistema condicionado para administrar infinitas dosis de violencia socialmente naturalizadas visibles y sutiles hacia los niños.  Por tanto casi ningún ser humano se libra de haber sido víctima en distintos grados del desamparo, las exigencias desmedidas, miedo, soledad, abuso y el trauma fruto de necesidades  (sobre todo afectivas) no cubiertas.



El mecanismo psicológico a través del cuál, casi todos los terrícolas al margen de culturas, religiones, razas, y durante generaciones, vamos construyendo lealtades hacia los padres a pesar del abuso sistemático que hemos recibido a lo largo de la propia infancia, ha sido estudiado y descrito por distintos especialistas.  Algunas muestras se recogen en frases como "soy una persona de bien gracias a que mis padres me pegaron, castigaron y doblegaron mi carácter incivilizado de niño... yo no estoy traumatizado…"  Justificamos el maltrato y el abuso para dar razón a los padres, porque sentir que hemos sido abusados por quienes más amamos y debieron protegernos es muy doloroso, entonces nos resguardamos de ese profundo y devastador dolor emocional a través de distintos mecanismos de sobrevivencia como la negación que nos impide registrar un mundo lleno de "personas de bien" medicadas para poder dormir o víctimas de depresión, "personas sin traumas" que ven normal pegarle o gritarle a un niño vulnerable e indefenso, o que sólo saben resolver conflictos a través de la violencia, personas "normales" adictas a cualquier clase de consumo (substancia,  trabajo, éxito, comida, café, Internet…), "gente de bien" que somatiza y se enferma como única salida posible al trauma infantil no registrado conscientemente…


Sobre el abuso infantil y sus estragos han estudiado y publicado profusamente autores como la gran Alice Miller, quien describe el modo en que se instala y opera el mecanismo de negación. Tendemos a minimizar o negar los abusos maternos y paternos porque desmontar la lealtad hacia nuestros criadores resulta devastador. Esto explica el hecho de que  relatemos las palizas que nos daban como si fueran anécdotas chistosas (evasión) o acatemos con obediencia las etiquetas construidas desde la mirada o discurso de nuestra madre o padre cuando nos calificaban de “niño o niña terrible,  llorón, miedoso  o perezoso…”.  Etiquetas o juicios a partir de los cuales la civilización en general  y nuestros criadores inmersos en dichas creencias justificaban la descalificación de las necesidades de las criaturas y el consecuente abuso del cual hemos sido víctimas, y que incorporamos en nuestra psique por lealtad a nuestros progenitores, para "asegurarnos" su amor y aprobación, para no enfrentar la desgarradora realidad de abandono soledad y maltrato cuando solo éramos niños vulnerables y dependientes que se portaban como niños,   inquietos, movedizos, exploradores, con ideas propias, con miedos, con necesidad de mirada, interacción, vínculo, cuerpo materno… niños que pedíamos lo que genuinamente necesitábamos, pero que no fuimos sentidos por nuestra madre, padre, educador, que no fuimos validados en nuestros sentires y necesidades incuestionables, que no obtuvimos respuesta sensible ni la disposición emocional de nuestros padres,  niños incomprendidos, amenazados, sistemáticamente juzgados, culpados, niños con miedo, irrespetados, abusados ... 

Así se construye la ceguera emocional frente al abuso que luego reeditamos con los niños actuales a nuestro cargo.  Actuando con un margen bastante restringido de libertad, impedidos de registrar la impronta grabada a fuego durante la propia infancia, repetimos transgeneracionalmente  los patrones insanos de crianza.



Alice Miller, pionera en el estudio sobre el abuso infantil y sus estragos, afirma que el abuso y el trauma infantil tienen efectos de por vida. Explica que este abuso se perpetúa cebado por una sociedad adultocentrista que defiende  al adulto y culpabiliza al niño por lo que el adulto ha hecho con él.  Advierte cómo el abuso y la violencia infantil se han negado históricamente cada día, desestimando los efectos devastadores que provoca. Es decir, que los niños son sistemáticamente traicionados por la sociedad, quedando así sin voces que hablen por ellos, sin figuras adultas a las cuales recurrir para que  validen sus necesidades, y reconozcan sus heridas, con lo cual no hay más opción que reprimir el trauma e idealizar al abusador (nuestros padres, maestros, adultos cuidadores, etc.). 

Desgrana la terapeuta y autora  de origen Polaco,  los consecuencias de la represión y  negación del abuso: Neurosis (necesidades infantiles inhibidas que el niño experimenta como culpa) La psicosis (maltrato transformado en una versión ilusoria, es decir, la locura). Trastornos psicosomáticos (se siente el dolor de los malos tratos recibidos durante la infancia pero ocultando los orígenes reales). La delincuencia (la confusión, seducción y el maltrato infantil se dirigen hacia fuera, sistemáticamente)


Para  desmontar los estragos del abuso infantil, Alice Miller y otros especialistas coinciden en que el proceso terapéutico  debe basarse en descubrir la verdad sobre al infancia del paciente que difícilmente será capaz de recordarla, registrarla y nombrarla tal y como la percibió o la sintió,  acorazada tras la lealtad hacia sus progenitores. Alice Miller subraya que el trauma no se supera dirigiendo esfuerzos a perdonar al autor del abuso (nuestros padres, etc.) pero podemos prevenir la generación de nuevos abusos y nuevos traumas,  cuando la víctima (el niño o niña que fuimos) comienza a ver y a hacerse consciente de lo que hicieron con ella.  Es fundamental sentir conscientemente  a nuestro niño herido para poder sentir y no herir a nuestros propios hijos. 

 
  
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