El
niño atendido satisfactoria y oportunamente en sus necesidades psicoafectivas a
lo largo de su desarrollo, llegado el momento de madurez correspondiente (cada
uno a su propio ritmo) logra adquirir por autorregulación, la autonomía en las
funciones biológicas o psicológicas. Es un mito, una falacia bastante extendida
la idea de que al darles mucho amor, satisfacer su pedidos psicoafectivos
(brazos, colecho, mirada, juego, presencia, lactancia materna
"prolongada"…) los convertiremos en seres dependientes (nunca lo
sacarás de la cama, lo sobreproteges, lo malcrías, etc.)
Las
interferencias que impiden madurar a las criaturas no tienen nada que ver con
satisfacer sus necesidades afectivas o con prodigarles presencia segurizante
toda vez que la piden. Al contrario. Interferimos en el desarrollo de los niños
cuando pretendemos frustrar sus necesidades afectivas, o apurarlos para que
alcancen etapas madurativas que aún no les corresponde, en el afán de que se
hagan "independientes".
Lamentablemente
una mayoría de profesionales sanitarios, psicólogos, educadores, basan su
criterio sobre doctrinas hostiles a la infancia, tales como la teoría de la
frustración y el niño como perverso polimorfo de Freud, que achacan toda
conducta no deseada o la dependencia natural de los niños pequeños, a la
complacencia afectiva de los padres hacia las criaturas, creando así
inseguridad y confusión en los progenitores que desde el sentido común, la
sabiduría filogenética y la intuición, perciben el deseo de establecer una
crianza natural, conectada y responsiva con las necesidades reales y los
pedidos legítimos de los niños a su cargo.
Tal
y como afirma la psicóloga y autora Yolanda González, “solo desde el conocimiento
de sus procesos evolutivos y desde el respeto y la confianza en su
autorregulación, podremos como padres, educadores y profesionales, fomentar
vínculos seguros y futuros adultos más solidarios con la vida y el planeta.”
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