Cuando escucho decir que un hijo no cambiará el
orden de la casa, que los adornos se quedan en su sitio, que tiene que aprender
que NO SE TOCA…, recuerdo la frase de la psicopediatra y autora
Rosa Jové: “si pensamos que un hijo no nos va a cambiar la vida, es mejor
comprarse un periquito.”
¿Nos
hemos planteado alguna vez, porqué en lugar de forzar al niño para adaptarlo a
nuestras exigencias y expectativas adultas, mejor adaptamos el entorno y nuestras expectativas a las particulares
necesidades del momento evolutivo que recorre nuestro hijo? Podríamos poner la
casa “modo niño”. A fin de cuentas se trata de una transición. Las criaturas
crecen pronto y llegarán los tiempos para organizarnos en “modo adulto”.
Mientras tanto, como dice Miguelito, el amigo Mafalda, ¿de que les sirve ser
niños si no les dejamos ejercer?
Los
adultos queremos que se queden quietos, pero es necesario que entendamos que
los niños son naturalmente movedizos, exploradores, juguetones. Que dichos
rasgos evolutivos son inherentes a la infancia y a la vez esenciales para
desplegar un sano desarrollo. Por tanto es nuestra obligación proveer entornos
adecuados y amables para ejercitar estas necesidades fundamentales de las
criaturas.
En nuestro
mundo predomina justamente lo contrario: espacios anti-niños. Nos hemos
organizado en función de la comodidad adulta y de las prioridades que
establecemos los adultos. El orden del sistema, de la arquitectura, de la cultura,
los ritmos, los horarios, las costumbres... de modo hegemónico, apuntan a
satisfacer prioridades según un criterio adultocentrista. Esto lo podemos observar
en pequeños detalles como la disposición de los tomacorrientes al alcance de los
bebés, quienes pueden fácilmente introducir cualquier objeto quedando en grave riesgo
su seguridad. Preguntemos porqué no se nos ha ocurrido empotrarlos a una altura
mayor que no constituya riesgo para un
bebé que gatea o comienza a camina. Porqué elegimos restringir el movimiento de
los chiquitines confinándolos en un corral.
Cuando
vamos a un restaurante o de visita a casa de otros nos encontramos con un
escenario aún más limitado, con lo cual les exigimos sistemáticamente que
permanezcan tranquilos, sentados y actúen
como adultos. No nos damos cuenta de que hemos convertido los espacios que
habitamos en un enorme obstáculo para el despliegue de infancias saludables, felices
y para el disfrute de padres relajados con sus hijos pequeños.
Sobre
todo durante los tres primeros años de vida las criaturas van impulsadas por la
curiosidad innata y un deseo de exploración activo. Decir que algo no se toca a un niño menor de
dos años, comporta una instrucción compleja que no puede comprender, ni pueden
mantener porque aún no ha desarrollado las funciones cognitivas para ello. Tampoco
es ético, ni es digno para su integridad como persona castigar, pegar o
amenazar, en el afán de intentar que detenga la conducta. De manera que es
imprescindible garantizarles un entorno seguro. Si no queremos que rompa los
adornos, los quitamos. Si no queremos
que abra las gavetas, les ponemos un seguro o dejamos cosas que sí pueda
manipular. Si no queremos que meta objetos en el tomacorriente, los tapamos. Para
un niño pequeño tampoco existe el concepto de irreversibilidad (algo se daña
para siempre cuando se cae y se rompe, etc.) A esas edades todo puede ser un
objeto de exploración que llama su atención y que por impulso va a querer
agarrar, por tanto la criatura no puede asimilar que hay cosas que no son para
jugar por más que se lo digas. Su necesidad de explorar es más fuerte. Si no queremos que dañe objetos de valor,
pongamos objetos que pueda manipular o romper sin que suponga un problema (en
lugar de dejar revistas nuevas, poner las viejas u otros objetos que sí pueda
manipular y dañar) Lo que sí que es cierto, es que el niño necesita hacer estas
cosas porque es la manera en que desarrolla habilidades al tiempo de que
aprende cómo funciona el mundo que le rodea.
Cuando
vamos a lugares donde no disponemos de entornos amables podemos anticiparnos (llevar
sus juguetes favoritos, alguna actividad que le guste para mantenerlo ocupado).
Mostrar empatía validando su emoción (entiendo que deseas mucho ese objeto, me
encantaría complacerte pero no puedo por...) Ofrecer alternativas más
atractivas e inesperadas, apelando a gestos teatrales que llamen su atención para
distraerlo e inducirlo a que olvide la frustración cuando no queremos que agarre
o haga algo (¡Wow! ¡mira esa muñeca que bella es !!!) Sin perder de vista que
no es justo para las criaturas mantenerlas tanto tiempo reprimidas impidiendo
que satisfagan sus necesidades naturales de movimiento y exploración. En ese
caso somos los adultos los que debemos limitar nuestra autocomplacencia a favor
de las necesidades del niño, haciendo visitas breves u optando por otros lugares
donde estar más cómodos con los niños. Llegará el momento en que crecerán y
entenderán las reglas, y perderán interés por los adornos de la casa.
Si
acompañamos respetuosamente y no creamos interferencias a través de
intervenciones represivas o exigencias desmedidas, llegará la edad (alrededor
de seis a siete años) en que los niños desarrollan la madurez y las
herramientas para adaptarse mejor o por más tiempo a las exigencias adultas.
Aunque nunca debemos perder de vista que aún siguen siendo niños y que merecen lugares amables donde ejercer su infancia a
plenitud.
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