Los
niños nacen con capacidad plena de amar. Esperan, merecen,
necesitan recibir amor incondicional para nutrir dicha capacidad innata y
desplegarla en todo su esplendor.
Para un bebé o niño pequeño la ecuación es
sencilla. Las experiencias de placer, la
satisfacción inmediata de sus necesidades de contacto, nutrición epidérmica, cuerpo materno, leche y succión tranquilizante del pecho a demanda, estimulación, mirada, presencia segurizante y
amparo constantes -en resumen, el vínculo de apego seguro- equivale a sentirse amado incondicionalmente.
Cuando no obtiene lo que necesita la experiencia subjetiva de un niño -mientras más pequeño y vulnerable, más intensa- es de miedo, abandono, soledad, hostilidad, es decir, violencia.
Sin
embargo nuestra civilización atravesada por doctrinas hostiles a la infancia,
condiciona una mirada ajena a la esencia infantil, a sus
necesidades legítimas. Sobre estos
idearios se han establecido y mantenido durante milenios modelos de crianza
insanos que imponen una demoledora distancia entre lo que una criatura humana, mamífera, altricial espera o
necesita y lo que recibe. En la medida
en que el niño no recibe lo que espera o necesita, atraviesa experiencias sufrientes, miedo, soledad, hostilidad y se ve ante la necesidad de desplegar mecanismos
de salvataje o de sobrevivencia para obtener seguridad. Se establece el devastador sismo
original de la herida primal que luego hace réplica el resto de la vida.
Neurosis, adicciones, depresión, ansiedad, hambre de poder, indefensión, sometimiento,
consumos excesivos, accidentes emocionales, enfermedades, conflictos violentos,
discapacidad para amar, empatizar y cuidar a los niños a nuestro cargo cuando devenimos
padres… son algunas de tantas secuelas del modelo de crianza mayoritario
basado en el desamor, la rigidez y el autoritarismo.
Los
adultos necesitamos reaprender a amar a los niños tal y como ellos esperan y
necesitan ser amados. Para ello primero hay que estar dispuestos a registrar
en qué medida fuimos realmente amados o desamparados, y cómo desde la propia experiencia
de hostilidad en nuestra infancia que no somos capaces de reconocer o de
nombrar ahora, terminamos actuando desde
un lugar inconsciente, desnutridos de recursos emocionales para amar y cuidar a
los niños presentes a nuestro cargo, tal y como ellos esperan y necesitan.
Si
no logramos encontrar un lugar emocional desde donde validar, comprender,
empatizar, acompañar, atender con paciencia los pedidos del niño presente a
nuestro cargo, su soledad, sus miedos, sus llantos, sus gritos, sus berrinches, sus
expresiones de disconformidad, su carácter inquieto, movedizo, explorador, su
alma de niño… muy probablemente estamos respondiendo al resultado de nuestra
propio miedo y soledad no atendidos oportunamente, de nuestras propias emociones
y necesidades legítimas no validadas, nombradas ni satisfechas oportunamente y que ahora se
actualizan perpetuando la transmisión de la herida primal a las nuevas
generaciones.
Es
nuestra responsabilidad convertirnos en adultos capaces de criar a niños y
niñas felices en lugar de niños y niñas que "nos hagan felices". Niños y niñas en libertad para desplegarse en sintonía con su sí mismo, que
permanezcan en contacto con su brújula interior, con su capacidad natural de
amar, que mantengan intactos su valor, creatividad y pasión originales, el poder de pensar por sí mismos, para atreverse a explotar, crear y perseguir
sus propios sueños. Impidamos que estas virtudes innatas sean cercenadas por
nuestras propias necesidades narcisistas, nuestra desnutrición afectiva,
soledad y miedos infantiles no acompañados oportunamente y no elaborados hasta
ahora. Sanemos nuestras heridas primales para evitar heredarlas a las nuevas
generaciones. Amar incondicionalmente a las criaturas es urgente, es la única
esperanza para la especie humana. Encontremos
nuestros recursos emocionales para amar y criar.