Andar de diligencias
por la calle y cruzarme con bebés llorando
desesperadamente en sus cochecitos, y madres alejadas del cuerpo y de las emociones
de sus crías, es lastimosamente una escena bastante frecuente. Escenas que
revelan la distancia afectiva y corporal, la indisposición para la escucha y la
conexión de las necesidades de las criaturas humanas muy frecuentes en nuestra
civilización, tanto en espacios
públicos, cómo en la intimidad del hogar.
Como soy muy terca con
este asunto, no me canso de repetir las veces que sea necesario, que cuando un
bebé o un niño llora es porque algo no anda bien, es porque la criatura está
padeciendo una experiencia sufriente, es porque expresa malestar, dolor, miedo,
porque tiene una necesidad afectiva o física que le está haciendo sentir mal,
que la criatura no sabe o no puede resolver sola y que no está siendo
atendida.
No importa cuántas
veces me vea en la necesidad de insistir, de apelar al corazón, al sentido
común, a la ética, al sano juicio, a las evidencias científicas, hasta que una
a una nos volvamos más sensibles tantas almas congeladas a lo largo de años de
condicionamientos y mentiras que han degradado el llanto infantil a la
categoría de capricho, manipulación, doctrinas
hostiles que propugnan frustrar a los niños para que aprendan a “dominar el
carácter”.
Violencia no es
solamente pegar, gritar, insultar… Ignorar el llanto de un bebé o de un niño es
la violencia del desamparo, como ha acuñado la autora Laura Gutman. Desatender
el llanto de un niño entraña desatender sus necesidades legítimas, equivale a
enseñar al niño que de nada vale pedir ayuda porque en este mundo hostil en el
que acaba de aterrizar nadie acudirá al llamado (indefensión aprendida).
Desatender o ignorar el llanto de un bebé despliega una respuesta de alarma en
el sistema nervioso que sabotea su correcto desarrollo cerebral generando
improntas para el resto de su vida. Las neurociencias demuestran que al estar
solos o alejados del cuerpo de su cuidador o figura de apego primaria, a los
bebés les baja la temperatura, les sube el ritmo cardiaco y les aumenta el
nivel de cortisol (hormona del estrés) en saliva. Es decir, sienten miedo.
Cuando regresan al cuerpo que les prodiga amparo, nutrición epidérmica, y presencia segurizante,
sus valores se estabilizan.
Soledad y miedo, son
heridas primales que se graban a fuego y se perpetúan en nuestra psique cuando
hemos sido bebés o niños desoídos, desamparados. Esto, no es poca cosa, ni un tema menor.
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