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jueves, 7 de julio de 2016

Soledad y miedo son heridas primales devastadoras



Andar de diligencias por la calle y cruzarme con  bebés llorando desesperadamente en sus cochecitos, y madres alejadas del cuerpo y de las emociones de sus crías, es lastimosamente una escena bastante frecuente. Escenas que revelan la distancia afectiva y corporal, la indisposición para la escucha y la conexión de las necesidades de las criaturas humanas muy frecuentes en nuestra civilización,  tanto en espacios públicos, cómo en la intimidad del hogar.

Como soy muy terca con este asunto, no me canso de repetir las veces que sea necesario, que cuando un bebé o un niño llora es porque algo no anda bien, es porque la criatura está padeciendo una experiencia sufriente, es porque expresa malestar, dolor, miedo, porque tiene una necesidad afectiva o física que le está haciendo sentir mal,  que la criatura no sabe o no puede resolver sola y que no está siendo atendida.

No importa cuántas veces me vea en la necesidad de insistir, de apelar al corazón, al sentido común, a la ética, al sano juicio, a las evidencias científicas, hasta que una a una nos volvamos más sensibles tantas almas congeladas a lo largo de años de condicionamientos y mentiras que han degradado el llanto infantil a la categoría de capricho, manipulación,  doctrinas hostiles que propugnan frustrar a los niños para que aprendan a “dominar el carácter”.

Violencia no es solamente pegar, gritar, insultar… Ignorar el llanto de un bebé o de un niño es la violencia del desamparo, como ha acuñado la autora Laura Gutman. Desatender el llanto de un niño entraña desatender sus necesidades legítimas, equivale a enseñar al niño que de nada vale pedir ayuda porque en este mundo hostil en el que acaba de aterrizar nadie acudirá al llamado (indefensión aprendida). Desatender o ignorar el llanto de un bebé despliega una respuesta de alarma en el sistema nervioso que sabotea su correcto desarrollo cerebral generando improntas para el resto de su vida. Las neurociencias demuestran que al estar solos o alejados del cuerpo de su cuidador o figura de apego primaria, a los bebés les baja la temperatura, les sube el ritmo cardiaco y les aumenta el nivel de cortisol (hormona del estrés) en saliva. Es decir, sienten miedo. Cuando regresan al cuerpo que les prodiga amparo,  nutrición epidérmica, y presencia segurizante, sus valores se estabilizan.

Soledad y miedo, son heridas primales que se graban a fuego y se perpetúan en nuestra psique cuando hemos sido bebés o niños desoídos, desamparados.  Esto, no es poca cosa, ni un tema menor.



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