La mayoría de las veces observo en la comunicación entre adultos y niños un tono autoritario con el que transmitimos órdenes, imponemos cómo y de qué manera deben hacer o no las mínimas acciones, gestos, movimientos, elecciones. Aconsejamos, sermoneamos, criticamos, descalificamos o aprobamos con elogios artificiales según hagan o no lo que esperamos. Tras lo cual las criaturas reaccionan con sumisión y miedo a la desaprobación o con rebeldía y oposición fruto de la rabia y la impotencia que genera esta clase de tratos.
Algo que nadie nos enseñó ni nos transmitió en nuestra propia infancia es la forma respetuosa y natural de comunicación con los niños. Ponernos a su altura física y emocional para sentirlos, hablarles con tono cercano y cómplice, recurrir al juego, la fantasía, la imaginación, escuchar lo que tienen que decir para llegar a acuerdos en el que ambas partes cedan para ganar mutuamente, informarles en lugar de imponerles, hablarles con la verdad entendiendo que son pequeños pero no tontos... Porque una criatura acostumbrada a relacionarse con este modelo de comunicación democrática gana muchas probabilidades de desarrollar progresivamente confianza, seguridad en sí misma, disposición para cooperar y llegar a acuerdos con los adultos a su cargo.
Esto no se logra de la noche a la mañana. Olvidémonos de soluciones cortoplacistas. Hablamos de un proceso que inicia por la labor de desaprendizaje de los propios patrones insanos de crianza y requiere paciencia y constancia mientras los niños van incorporando gradualmente en la medida en que maduran recibiendo buenos tratos de manera consistente, un modelo respetuoso y saludable de interacción y comunicación.
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