Permítanme
repasar algunas causas que dificultan sostener
y además disfrutar la función biológica y social más importante para la humanidad. Me
refiero a la crianza propia de nuestra especie. La crianza que responde a las
necesidades naturales de nuestro diseño filogenético mamífero, altricial,
primate. La crianza de una especie nacida del vientre y alimentada del pecho materno. La crianza de
criaturas que llegan a este mundo completamente desprovistas de autonomía para
sobrevivir. De todo el reino animal las más dependientes, durante mayor tiempo, de la inversión de energía, atención y de los minuciosos
cuidados parentales, físicos y emocionales, hasta alcanzar la madurez propia de
la adultez. Una crianza en la que la nutrición afectiva, la
presencia y el vínculo seguro proporcionados por la figura meternante comportan
la base para desplegar el sistema empático inscrito en nuestros genes, perfectamente
pensado por la naturaleza para asegurar la convivencia gregaria de ayuda mutua
y cooperación como dinámica de preservación y desarrollo de los seres humanos
en equilibrio con su entorno.
Cabe
preguntarse entonces, ¿por qué siendo la empatía un sistema inscrito en nuestro
diseño filogenético, nos cuesta conectar con los niños y niñas a nuestro cargo,
sentirlos y satisfacer minuciosamente sus necesidades?. ¿Cómo algo que nos es
propio y debería suceder espontáneamente, nos cuesta tanto?.
El reto de conectar y permanecer con nuestras crías
Sin ser
conscientes del origen, la crianza a menudo duele, nos quema por dentro. Desde
la sombra, nuestra propia infancia herida de soledad y miedo grabado a fuego a
partir de la falta de respuesta sensible a nuestras necesidades y deseos; a
partir del malestar por la falta de respeto a nuestros ritmos y pulsiones, se
manifiesta. La vivencia que no ha sido nombrada, validada, satisfecha por
nuestros adultos de referencia y por tanto tampoco ordenada en nuestra
consciencia, se activa constantemente y sin que seamos capaces de distinguir su
origen, frente a las demandas de necesidades incuestionables de las criaturas
presentes a nuestro cargo.
En el
marco de nuestro escenario subjetivo, supone una de las causas más importantes
de cara a la discapacidad como adultos cuidadores para permanecer con los niños
a nuestro cargo. Queremos salir corriendo a hacer cosas fuera del vínculo
(profesión, negocios, estudios, vida social…) con los niños y niñas. Sus
lloros, la manifestación de disconformidad ante lo que no les encaja o los
aleja del equilibrio vital, sus pedidos de pecho, de cuerpo materno, de mirada,
sus pulsiones vitales, su potente despliegue de energía y movimiento, nos remiten a la criatura conectada con su
esencia infantil que un día teníamos que haber sido y en cambio terminamos
crónica y dolorosamente apagadas, reprimidas, inhibidas con amenazas, falsos
juicios sobre nuestras necesidades, exiliadas del territorio emocional de
nuestros amados padres, sintiéndonos muy solas, asustadas y llenas de culpa
sembrada con el autoritarismo, la desconexión y la distancia afectiva de adultos
empeñados en conquistar nuestras necesidades incuestionables, nuestro confort a favor de su comodidad.
Adultos que con el afán de calmar su dolor infantil no registrado, su
cansancio, su desesperación, su incomodidad, su molestia, nos obligaron a
callar, aguantar, complacer, alejándonos de la propia esencia, apagándonos como
hicieron los tatarabuelos a los bisabuelos y estos a los abuelos y estos a
nuestros padres y estos a nosotros y nosotros a nuestros hijos e hijas y estos
a los suyos… .
¿Cuándo
y cómo dejamos de responder a nuestras sabiduría ancestral para sustituir la crianza
mamífera por mandatos culturales basados en creencias alejadas de la naturaleza
y las necesidades reales de las criaturas humanas?, ¿cuáles son esas creencias o
constructos falsos que nos mantienes alejados de la posibilidad de cuidar a las
criaturas como esperan y necesitan?. Un
par de buenas preguntas sobre las que todos deberíamos indagar y que dan de sí
para el desarrollo de un libro entero. Sin embargo, frente a la evidencia
empírica no hacen falta muchos libros, ni el desarrollo de teorías ni parámetros científicos
complejos. Observando al niño como
referencia no hay mucho que explicar para darse cuenta de que están conectados
con su esencia vital, sus pulsiones, siempre reclamando lo que necesitan. Que cuando lo reciben
se calman, están tranquilos, satisfechos, en equilibrio. Cuando no, lo reclaman una y otra vez con los medios de expresión a su alcance a su corta edad. Que son
inherentemente inmaduros, escasamente autónomos y no pueden, no saben, no
tienen psiquismo para esperar a ser satisfechos en sus necesidades
incuestionables. Los adultos sí que deberíamos poder hacerlo. Desde un lugar
emocional y mental maduro, estaríamos en condiciones para gestionar nuestras
prioridades a favor de la atención de los niños a nuestro cargo. Pero lo que
nos pasó cuando fuimos niños, nos deja discapacitados emocionalmente para
sentir, comprender y actuar espontáneamente
tal y como nos corresponde en armonía con el orden natural. Cuando
somos niños dependientes e inmaduros es el momento de recibir y cuando
devenimos adultos, es el momento de dar. Un niño satisfecho en sus necesidades
lo demuestra con su conducta. Es feliz, se siente amado, está en armonía. Si
hemos sido colmados del amor y el cuidado que esperábamos en la infancia, más tarde en la adultez,
estaremos listos para dar tanto como hemos recibido.
La sobrecarga de las madres
El hecho
de que ambas ocurran dentro de un mismo ámbito, no significa que crianza y
labores domésticas sean una misma cosa. Por tanto, que una madre se encargue
también de la casa cuando necesita principalmente volcarse casi por entero a la
crianza -sobre todo de niños pequeños muy dependientes de sus cuidados-
comporta un factor de agotamiento perfectamente evitable que dinamita la
posibilidad de establecer un vínculo de calidad mamá- bebé.
Suponer que por suceder en el hogar, la crianza
equivale también a limpiar, ordenar, lavar, planchar, cocinar para toda la
familia, hacer el mercado, planificar las gestiones domésticas, dejando a las
madres solas y sobrecargadas con responsabilidades añadidas en una repartición
desigual de obligaciones o tareas, socava la salud mental no solo de la mujer
sino de los seres humanos a su cargo en un periodo delicado y definitivo de
formación en el cual la presencia y la conexión emocional de las madres con sus
hijos, es prioritaria y fundamental.
Todos, seamos o no progenitores, estamos
llamados a apoyar una crianza amorosa
Para
criar a un niño hace falta la tribu entera, reza sabiamente un dicho Africano.
Sin embargo la forma en que nos hemos
organizado en la civilización occidental moderna, se aleja considerablemente de
nuestro formato original de especie gregaria, cuyo desarrollo y bienestar
depende de la ayuda mutua y la cooperación del grupo, sociedad, tribu, red de
apoyo.
En el
mejor de los casos vivimos en hogares nucleares aislados donde mamá y papá
cuando no mamá sola se hace cargo de la crianza. Hemos perdido la tribu
conformada por la familia extensa (abuelos, tíos, vecinos, amigos…) que coparticipaba en el cuidado de la manada
de niños, una tarea bastante demandante que se hace más leve, sostenible y
saludable con la participación amorosa y altruista de todos los miembros de la
sociedad.
¿Y
quienes son los responsables y pueden cambiar este orden patológico social en
aras de recuperar la armonía?, nosotros mismos. El sistema no es un entramado
ajeno a nuestro escenario personal, cada
uno de nosotros hace parte de él, lo construye, lo aceita y lo mantiene
funcionando. ¿Cómo lo cambiamos?, dándonos cuenta del modo en que lo hemos
montado o somos funcionales a este. Actuando para dejar de retroalimentarlo. Cuestionando lo naturalizado, ampliado
miradas, repensando, proponiendo entre todos nuevos escenarios y posibilidades.
¿Es fácil?, no, pero tampoco imposible. De lo que no cabe duda es que urge
comenzar con el cambio.
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