En
un territorio emocional, donde solo hay cabida para el deseo de una de las
partes, hay violencia. Este concepto de la autora Laura Gutman, me parece uno
de los más claros y abarcadores para definir la violencia en todas sus formas, sutiles y concretas. Imaginemos entonces la cantidad de veces que somos
violentos con nuestros hijos e hijas sin necesidad de llegar a pegarles,
gritarles, amenazarles o insultarles.
Antes
de continuar, aclaro que empatizo con el agotamiento de las madres, y padres, durante la crianza, sobre todo con hijos
pequeños, en general más demandantes, con tiempos propios que no condicen con nuestros tiempos
ni con nuestras necesidades de descanso y organización y que a menudo nos hace sentir desbordados.
Con la llegada de los hijos nuestra
vida da un vuelco. Nos vemos de pronto sumergidos en un nuevo orden con situaciones constantes que ya no podemos
manejar plegándolas a nuestro control. Un control que queremos recuperar dominado al niño. Controlando los biorritmos
del niño, de sueño y vigilia, de hambre y saciedad, de movimiento y
exploración, de expresión emocional, para que se adapte a nuestras necesidades o deseos, porque otra cosa nos supone un desgaste
enorme. En muchos casos se emprende la búsqueda de especialistas y de información que nos indique qué
hacer, esperando que la solución se dirija a controlar al
niño: Qué hago para que el niño cambie y yo pueda recobrar mi equilibrio, mi
orden, mis prioridades, mi deseo…
Mi
hijo no duerme todas las horas seguidas que yo necesito para poder descansar,
mi hijo no come en los horarios,
cantidades y con los modales en la mesa que yo necesito para sentirme
tranquila... necesito, deseo, quiero hacer otras cosas pero mi hijo insiste en
moverse constantemente, no se queda tranquilo, quiere caminar, correr, treparse en todas partes, en la mesa del comedor, en los muebles donde no quiero que se
trepe… mi hijo no quiere saludar a los demás cuando yo quiero y del modo en que
yo quiero que lo haga, me hace pasar vergüenza,
me hace ver como una madre que
educa mal… mi hijo expresa emociones intensas constantemente, llora,
grita, se frustra cuando le niego un
deseo y eso me altera… ¿cómo hago para que mi hijo deje de pedirme las cosas
llorando, para que deje de gritar, para que no tenga miedo de estar solo, para
que no manifieste enojo o disconformidad, para que deje de incomodarme con sus
emociones constantes e intensas, para que no me altere a mi, para que se ajuste
a mis expectativas de confort y todo regrese de inmediato al orden y al
equilibrio que deseo y necesito?.
La
respuesta es que no existe un decálogo de tips o recetas. No hay un manual a
seguir en cuatro fáciles pasos capaz de ser respetuoso y atender el problema desde la raíz, porque la raíz del problema no es el niño, es nuestra discapacidad de
conectar con el niño real a nuestro cargo, es nuestra imposibilidad de sentirlo
y entender que los pedidos de la criatura son legítimos e incuestionables. Que
para acompañarlos desde un lugar empático, necesitamos entender su lógica infantil en lugar de
forzar al niño a comprender y ajustarse a nuestra lógica adulta. Que nuestro deber como adultos maduros,
responsables del correcto desarrollo de la salud mental de nuestros hijos, es
encontrar los recursos emocionales propios, las competencias parentales
necesarias para interpretar adecuadamente, validar, acompañar, permanecer, satisfacer sus necesidades y ayudar al niño a
retornar al equilibrio. No al revés, exigiendo al niño que se responsabilice de mantenernos a
nosotros en calma, reprimiendo sus pulsiones vitales, inhibiendo la manifestación de sus emociones, de sus necesidades, de sus
deseos, porque su esencia de niño protagónicamente emocional, movediza,
madurativamente egocéntrica y demandante “nos hace perder el control”.
Que
exista un conflicto entre los deseos y las necesidades de los niños y las de
sus padres u otros adultos, no significa que los pedidos de los niños sean
meros caprichos o manipulaciones. Los niños piden clara, transparente y legítimamente lo que
necesitan. Los adultos condicionados, entrenados, funcionales a las relaciones de poder verticalistas,
basadas en el autoritarismo, actuamos por inercia conquistando el deseo y el confort
del niño a nuestro favor. El deseo del
más fuerte se impone y no deja espacio
para el deseo del más débil. Los niños
como eslabón más débil de la cadena, siempre devienen en las principales
víctimas de violencias sutiles y concretas.
Comprendamos
por favor que los niños no son productos fabricados en serie con manual de
instrucciones para programar a nuestro antojo.
Los
adultos estamos en el momento vital donde nos encontramos aptos para dar, en el momento madurativo de saber esperar,
de autogestionar la satisfacción de nuestros deseos. Los niños se encuentran en el
momento vital de recibir, en la etapa madurativa de dependencia en la que les
cuesta esperar. Para los niños la espera duele, la soledad asusta, la falta de
conexión con un adulto que los sepa
interpretar y satisfaga sus necesidades comporta una experiencia de amenaza a
la sobrevivencia que dinamita la construcción de su confianza básica, su autoestima y su autovaloración.
Tampoco se trata de invalidar el agotamiento de las madres, pero la gestión de nuestro
cansancio debería pasar por soluciones
respetuosas, maduras, pensadas a la
medida de cada caso, hasta encontrar
salidas que permitan acompasar nuestras necesidades con las de las criaturas, sin negarlas o violentarlas. En este sentido cabe hacer un llamado de
consciencia sobre la importancia de
apoyar a las madres, porque su capacidad y disposición de maternar es
directamente proporcional al desarrollo de la salud mental de la humanidad, por
tanto responsabilidad de todos, seamos o
no padres.
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